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Llueve sobre Cela

Era uno de esos tipos que más valía la pena no encontrarse en la acera. Aunque muchos estén empeñados en resaltar su valía como literato, cuando le dieron el Premio Nobel había sólo unos cuantos ejemplares de La Colmena en Estocolmo y los libreros de media Europa llamaban de urgencia a los departamentos de Lenguas Románicas a ver si había alguna traducción del Pascual Duarte. Yo estaba en la redacción de El Independiente por entonces y cada pedo que se tiraba en su finca de La Alcarria era primera plana del rotativo. Suele pasar en la prensa. Nunca quise conocerle y eso que tuve bastantes ocasiones. Eso sí, le vi de niño tomar el pulpo en la de Nardo, cerca de la iglesia y eso ya marca. Luego hice el bachiller en el instituto padronés que lleva su nombre. Hasta donde yo sé nunca hizo nada por el municipio sino que el municipio siempre hacía todo por él. A una fábrica local le cobró un millón de las pesetas de entonces por dar un discurso de tres minutos; supongo que el mismo que repartía incansablemente en las universidades de verano. Sus últimos años fueron un órdago que preludiaba la era marbellí que vendría a esta España de nuestros quebrantos: fui testigo presencial en la entrega del Premio Planeta (por cuyo libro, La cruz de San Andrés, fue acusado de plagio) donde pronunció estas palabras: "El Cervantes está cubierto de mierda". A su lado el viejo Lara balbuceaba encantado, aunque el senador real, el censor del franquismo, el gran Trulock de los ferrocarriles del Oeste, lo tendría dos años más tarde como un acto de desagravio de la España de Aznar al gran campeón de las libertades del bajo vientre. Tenía un gran poder. Gozaba del aprecio de la gente que le reía la sempiterna broma escatológica. Así es este país, dentro de nada, ustedes verán, se lo darán a Sánchez Dragó a otro que sepa tocarse a gusto los güevos delante de la parroquia.

A una fábrica de Padrón le cobró un millón de pesetas por dar un discurso de tres minutos

Confieso que hay libros suyos que leí con embobamiento adolescente y que incluso Mazurca para dos muertos me enamoró con su demoledora pegada oral y ese sentido del esperpento de Valle-Inclán, que en Cela, me di cuenta más tarde, era como el de un señorito que apalea a los criados y levanta las faldas al ama de llaves delante de los invitados. Cela es un hipopótamo tan grande en nuestra memoria reciente que es imposible que el barro no nos salpique. Ahora que llueve sobre su fundación en Iria Flavia (la fabulosa Casa dos Coengos de los que se apropió del ala y parte del muslo) yo me pregunto si a alguien le sorprende que la maldición continúe: aquel palacio privado mantiene viva la divisa del "ande yo caliente", el imperio feudal de un señorito que se mofó de la aldea, que hizo cruzada de su desprecio hiriente por las nuevas generaciones de artistas que no le adulaban. Varias veces me asomé a las puertas de la fundación, pero como en Kafka era día de cierre, o estaba en obras, o no habían llegado los coengos, o necesitaba, creo recordar, un pase especial expedido en alguna oculta secretaría. Nunca tuvo la fundación un aire abierto al público sino de pazo clausurado.

Ahora me entero que al señor director le sirven el desayuno y hace allí las fiestas y que los vinos dedicados por Miró están con las etiquetas dañadas porque hay goteras. Lástima que no se los bebieran los yonquis del pueblo. Supongo que el mandamás tiene su réplica y atribuirá todo esto, incluso esta columna, a los agitadores bolcheviques. Me voy haciendo a la idea. Suele pasar con las mejores herencias que la hiedra venenosa trepa por los muros y ahorca la memoria del fantasma. Supongo que alguien debió hacer algo en su momento y que ahora mismo el Concello de Padrón debe dar un toque para que se ponga un poco de orden en una parte tan noble de la villa aunque claro habrá que ver si aquello es coto privado, pero aún así, Padrón, ahora en manos de los socialistas, puede decir mucho en este asunto empezando porque ha situado una de las estatuas más emblemáticas que yo recuerde en pleno paseo del Espolón: en ella aparece el busto del Nobel con dos grandes bolas de granito a sus pies. Los domingos cuando hay mercado resulta curioso ver a los vendedores senegaleses preguntándose su oculto significado cabalístico. Yo se lo explico: Camilo José siempre pensó que era el escritor más cojonudo del universo. Y, a decir verdad, muchos lo siguen creyendo.

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