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héroes y villanos
Columna
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Willy tenía buen corazón

Diego A. Manrique

Willy DeVille ya murió y esto se puede contar. Hace 15 años, presentaba un disco en Nueva Orleans, ante una nutrida tropa de periodistas europeos. La ciudad lucía embriagadora: libertina vida nocturna, músicos legendarios tocando aquí y allá, fabulosa comida; una recua de buscavidas ofrecían placeres ilegales en cada esquina.

Un colega holandés decidió conseguir estimulantes, "para el fin de semana". Se lo comentó a Willy, que se horrorizó: "¿Comprar en la calle? ¡Esto no es Ámsterdam! ¿No sabes lo que le ocurrió a la nieta de Tyrone Power?". Detalló lo que se contaba en el Barrio Francés sobre la mala cabeza de la hija de Albano y Romina Power, desaparecida meses antes. Pero Willy quería ser buen anfitrión: "Si insistes, yo me ocupo de pillártelo. Con discreción: que no lo sepa mi mujer".

¡Las mujeres de Willy! Podía ejercer de matachín del barrio pero, en la cotidianidad, ellas le controlaban estrechamente. En Nueva Orleans, Lisa se ocupaba de sus asuntos profesionales, regulaba lo que podía consumir y, sobre todo, gruñía a cualquier muchacha que se acercara a Willy.

Ya habíamos tenido un encontronazo en Madrid, en los ochenta. Willy me había pedido unas fotografías de una entrevista anterior, cuando andaba encoñado con una promocionera francesa: amour fou, estaban literalmente pegados el uno al otro. En mala hora: Lisa ni olvidaba ni perdonaba aquel desliz. Las fotos terminaron hechas trizas, sobre la alfombra del hotel Palace.

Seguí cruzándome con Willy: olvidado por la industria musical estadounidense, su mercado principal era la Europa continental. Coincidimos en 2007 en un festival malagueño, donde ejercía de telonero de Elvis Costello & Allen Toussaint. La vida no le sonreía. Lisa falleció, se había vuelto a casar pero allí estaba solo. Sufría secuelas de un accidente de automóvil y ¡habían perdido la maleta con sus analgésicos! Renegaba de Iberia, de su oficio, del mundo entero. Pude entender entonces que las discográficas yanquis rechazaran ficharle: el gran corsario se comportaba como un niño chico, estrella de un melodrama particular de serie B. Sus lamentos eran de piñón fijo: no escuchaba lo que pudieras decirle.

Así que hizo un concierto desgalichado y egocéntrico, alargando las canciones. Se saltó el horario y enfadó a Costello. Me sumé al cabreo: debía pinchar discos después de las actuaciones e intuí que me tocaría a las tantas. Efectivamente: fue una de las peores noches de mis años como DJ, aunque los organizadores tuvieran más culpa que el desdichado Willy.

Ah, volvamos al final de la aventura de Nueva Orleans. Al día siguiente de comprometerse a resolver el capricho del visitante, Willy le entregó un sobre. Un sobre grande, que contenía una revista editada por su fan club. Después de sacudirla y revisarla de arriba abajo, el holandés comprendió que allí no había ningún tipo de contrabando. Sencillamente, a Willy se le habían cruzado los cables: algún otro miembro de la expedición recibió un regalo inesperado.

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