La memoria del aire
Conmovedora versión de John Eliot Gardiner de 'Israel en Egipto', de Haendel
La apoteósica reacción del público después de escuchar anteayer en San Sebastian el oratorio Israel en Egipto, de Haendel, con John Eliot Gardiner, la orquesta English Baroque Soloists y el Coro Monteverdi, invita a pensar que los tiempos están cambiando y que los gustos musicales se están desplazando. De los cinco compositores mimados en 2009 porque han nacido o fallecido en años terminados en 09 o 59 -Purcell, Haydn, Haendel, Mendelssohn, Albéniz- tengo la sensación que Haendel se ha llevado el gato al agua. Incluso un oratorio suyo ha inaugurado un festival tan emblemático y tan poco afín al barroco como el de Salzburgo, siendo la reacción del público más que favorable. De Haendel se han grabado en los últimos años todas las óperas y oratorios, y personas de la vida cultural no específicamente musical han roto lanzas por sus composiciones, desde Donna Leon hasta Maruja Torres, en este mismo periódico. La melodía, los coros, los acompañamientos orquestales de Haendel enamoran. Tal vez sea la belleza sensual en primer plano lo que explica esta atracción felizmente fatal. O el deseo de abandonarse a la música por sí misma, sin ningún tipo de coartadas intelectuales, con el placer de la belleza inmediata como única guía.
Por encima de la ciencia de la dirección, estalla la emoción
Más aún. Si hiciésemos una hipotética clasificación para destacar el mejor espectáculo o concierto de los festivales veraniegos españoles en 2009 todo me hace pensar que a la final llegarían tres composiciones del siglo XVIII y, curiosamente, ninguna del XIX. Estoy pensando en Idomeneo, de Mozart, con Minkowski y el grupo francés Les Musiciens du Louvre en el Festival Via Stellae de Santiago de Compostela; en Partenope, de Vinci, con Antonio Florio y la napolitana Cappella della Pietà de Turchini en Santander y, por supuesto, en la apuesta inglesa de Gardiner y sus grupos instrumental y vocal en la Quincena Donostiarra, con un oratorio de extraña fuerza interior que se pone al servicio de conocidos pasajes, cada vez más olvidados, del Antiguo Testamento. Gardiner supone el triunfo de la naturalidad, de la intensidad, del rigor, de la sobriedad, de la minuciosidad. Sus grupos son excelentes. En San Sebastián, ciudad que entiende como pocas de coros, se mira al Coro Monteverdi con lupa. No hay manera de detectar un fallo. Impecable de afinación, de empaste, sus miembros se desdoblan en el canto colectivo o en sus papeles de solistas con una frescura que asombra. Gardiner acentúa suavemente, dosifica las dinámicas, controla hasta el más mínimo detalle la continuidad y la estructura. Hay una búsqueda permanente de la memoria del aire. Y por encima de la componente científica de la dirección o la realización estalla la emoción. Una emoción aparentemente sosegada, de las que llegan dentro.
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