Aventureros, amantes y mercaderes
Sonaban las gabarras en el estuario del río Whangpoo mientras en la oscuridad las termitas roían las patas de la cama y yo pensaba en el brillante y podrido cruce de caminos que un día fue este hotel. Había llegado a Shanghai de noche. La luna llena se paseaba entre las nubes aun cargadas después de un aguacero, que metía hasta el fondo de mis pulmones su sofocante humedad. No conocía de Shanghai más que su nombre y sus sombras. Estaba tumbado en la regia y descalabrada habitación del hotel Cathay, el de tantas novelas de aventuras que leí en mi juventud. Me acababa de hospedar casi de madrugada con una maleta de fuelle como un falso inglés y el soplido de las sirenas en la oscuridad me obligaba a creer que aquellos barcos iban pilotados por héroes de Conrad hacia el mar de la China.
Había arraigado ese dulce y fétido sabor a melaza que desprenden las maderas nobles
Guardo una primera impresión de la luna reflejada en los charcos, que las ruedas del coche desde aeropuerto descomponían en pedazos y en las tinieblas de una ciudad sin luz la figura de un mendigo que pedía limosna en la puerta del hotel. Sabía que Shanghai empezaba a desarrollarse dentro del marasmo del comunismo de los años ochenta. En efecto, aquel mendigo tenía ya un diseño industrial, parecía uno de esos pobres que da el cristianismo, estaba ebrio, canturreaba con la mano tendida, era totalmente chino, llevaba harapos de obrero y tenía los ojos claros.
El antiguo Cathay ahora se llamaba hotel de la Paz. Mi habitación aun se mantenía en un lujo destartalado. Por todas partes había cortinas de terciopelo raído con flecos y algunas gualdrapas pendían del baldaquino de la cama cuyas columnas salomónicas se hallaban rematas con escudos de guerreros. Los armarios eran tan grandes que se podía entrar a pie en ellos y al cuarto de aseo se ascendía por una escalinata de mármol hasta una enorme bañera con garras de león, el cual rugía de forma espeluznante dentro de la cañería cuando abría el grifo. En ese ámbito había arraigado, tal vez desde principios de siglo, ese dulce y fétido sabor a melaza que desprenden las nobles maderas y viejos enseres. Arrullado mi insomnio por las mandíbulas de la carcoma, me preguntaba cuántos aventureros, mercaderes, amantes y exóticos asesinos habrían cabalgado los sueños de la locura en aquella cama. Todos ellos fueron los últimos héroes individuales.
El hotel conservaba de su antiguo esplendor unos apliques art-decó, azulejos y jarrones de pasadas dinastías y aunque el lujo había sido sometido a una costra cooperativista del maoísmo, por los sombríos corredores, por el comedor, por los salones, por el espacio del casino y la discoteca Old Jazz Band cuya música había sido apagada a tiros hacía ya 40 años, parecían deambular todavía los héroes que describe Malraux en La Condición Humana, Kyo, Cheng, el barón Clappique, Borodin, la agente alemana de la revolución, la espléndida May, Gisors preparándose la pipa de opio para las ensoñaciones de la tarde. Durante la primera guerra de Chiang Kai Chek contra Mao en 1927 el dueño de Cathay era el gangster Sasoon quien ofrecía famosas fiestas en la torre del hotel donde traficantes internacionales bailaban con mujeres espléndidas y prohibidas, salvo los ingleses que tenían allí burdel propio.
En la oscuridad, mientras las termitas amenazaban con roerme una pierna después de apurar las patas de la cama, yo trataba de imaginar marineros en los olorosos burdeles de la calle Azechuan, gángsteres con esmoquin blanco, automóviles con cristales a prueba de bala que trasportaban a reyes de la prostitución ocultos tras las cortinillas, tiendas rebosantes de sedas, jades, porcelanas y bordados, sonido de fichas y gritos de rufianes que se jugaba la bebida a los dados en las timbas, miles de rameras en los taxis y en las esquinas, siempre ocupadas entrando y saliendo en los callejones, personajes de Vicki Baum o de Somerset Mougham que en los garitos oían a una misteriosa cantante de pelo laqueado, con el vestido ajustado y la falda abierta por un lado hasta la cadera, a Rita Hayworth y Orson Welles entre anuncios luminosos de negocios y restaurantes, clubes extranjeros exclusivos, fumaderos de opio, mozos entorchados que abrían con una reverencia la puerta de los coches en la puerta del hotel Cathay.
La primera mañana me despertó una música de la calle. Asomado a la ventana vi el pretil del río y pude comprobar que aquellas sombras del pasado, materia de todos los sueños, habían sido sustituidas por una legión de ancianos que en una alameda hacía gimnasia y practicaba las artes marciales al compás de una melodía de carácter guerrero. Mi habitación daba a la calzada Nanking y al Bund: barrio donde estaba la antigua bolsa de Comercio y las sedes de las concesiones extranjeras y de las grandes empresas occidentales, que aun conservaban los viejos anuncios polvorientos del capitalismo en las fachadas. Por allí a esa hora temprana discurría la humanidad. Y al salir a la calle sin darme cuenta, de pronto, me sentí arrastrado por un torbellino de cuerpos que avanzaba de un modo ciego hacia un lugar no determinado, que con el tiempo se comprobó que era hacia Manhattan.
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