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Columna
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Fiestas gratuitas

Agosto ha transcurrido como suele, de fiesta en fiesta, vertiendo su caos cíclico y fecundo sobre la ciudadanía. Aún quedan flecos para septiembre, que prolongarán un poco el itinerario estival. El prólogo lo pone a principios de julio San Fermín. En agosto se suceden las fiestas de las capitales vascas. Y alrededor de esos magnos eventos satelizan centenares de festejos, en pueblos y barrios, que salpican la noche con fugaces brochazos de fuegos artificiales y atronadoras piezas verbeneras, que ascienden desde un mecanotubo instalado en la plaza mayor.

Las fiestas populares se caracterizan por la enorme oferta de eventos en los que no hay que pagar. Es un comentario que se reitera año tras año y que los ayuntamientos, muy ufanos, puntualizan sin cesar. Entre las incontables declaraciones al respecto, EL PAÍS recogió hace poco las de Enrique del Bosque, programador de fiestas del Ayuntamiento de Bilbao: "La esencia de la Aste Nagusia es la gratuidad total".

¿Gratuidad total? A lo mejor conviene acercar el microscopio a semejante ocurrencia: que se participe en un evento sin pagar no significa que el evento sea gratis. Por mucho que algunos se empeñen, gratis no suele haber nada. Quizás la euforia festiva, el embriagador hermanamiento que suscitan los alcoholes, el denso caldo de sudores y alientos compartidos, todo eso perturba el juicio del funcionario y le lleva a confundir los términos. Decir que las fiestas se caracterizan por la gratuidad es como decir que a los atletas maratonianos los llevan en volandas ángeles celestiales: no parece ser así, al menos si comprobamos de qué modo dramático alcanzan la línea de llegada, y cómo se desploman sobre el suelo, a veces vomitando.

Desde que el Dios del Antiguo Testamento derramó el nutricio maná sobre el pueblo elegido, no se tiene noticia de que algo salga gratis. Las fiestas emiten su factura. La gratuidad total, incluso la parcial, es una engañifa. Siempre existirá la alternativa de ofrecer cierto servicio a costa de sus usuarios directos o a costa de todos los contribuyentes. Ambas opciones son respetables y adoptar una u otra es una decisión política. Pero, por coherencia lingüística, por madurez democrática, por vergüenza moral, incluso por favor, no digan que las fiestas salen gratis. Salen como salen: con cargo al Impuesto sobre la Renta, parte del cual revierte a los ayuntamientos; con cargo al Impuesto de Bienes Inmuebles, con cargo al Impuesto de Circulación, con cargo a las multas municipales...

Las fiestas han pasado. Ya sólo queda pagarlas, por mucho que alcaldes, concejales y programadores insistan en la gratuidad total. Y, por cierto, aguafiestas no es el que lo recuerda: aquí el único aguafiestas es la oficina de recaudación municipal, que envía a lo largo del año esos recibos tan simpáticos. Feliz ejercicio fiscal.

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