Secretos profundos
Hace años, durante una clase, en una universidad americana, una estudiante graduada levantó la mano y me preguntó educadamente, aunque con cierto aire de sospecha, si yo creía en la figura del autor. Eran los tiempos, ahora más bien olvidados, en que los estudios literarios habían sucumbido a las modas francesas del posestructuralismo, la intertextualidad y demás palabrería con muchas sílabas, y en los que estaba mal visto recordar el hecho de que las obras de literatura -perdón, los textos- eran siempre el resultado del trabajo de alguien, no emanaciones abstractas surgidas de ninguna parte y flotando como plankton anónimo en el laberinto o en la gran sopa verbal de otros textos, todos ellos engendrados por la ambición del poder o por las construcciones ideológicas de los géneros o los sexos o las identidades opresoras o liberadoras, según. No me quedaba más remedio que creer en aquella figura denostada, el autor, le dije en tono de disculpa a la estudiante graduada, que en el curso de sus años de formación había recibido de sus profesores una idea de la literatura aproximadamente tan flexible como la que se impartiría en la universidad de Pekín en los años álgidos de la Revolución Cultural: me constaba que el autor existe porque yo mismo lo era de mis libros, al menos en la modesta medida en que tenía la certeza de haberlos escrito de la primera a la última página, y esa circunstancia quedaba confirmada por la coincidencia entre el nombre inscrito en las portadas y el que había en mis documentos de identidad.
La biografía es un oficio todavía sospechoso en los departamentos de literatura de las universidades
Casi nunca lo que se cuenta en una novela es la transcripción de algo realmente sucedido
En aquel ambiente, un profesor que se hubiera atrevido a sugerir que el conocimiento de la vida de un escritor puede ser útil para iluminar algunas facetas de su trabajo habría tenido un porvenir académico no más despejado que un biólogo soviético que en los años cuarenta hubiera negado la posibilidad de que los rasgos adquiridos se vuelvan hereditarios. Si la idea misma del autor era una falacia, ¿quién iba a rebajarse a investigar los detalles de su vida? El principal efecto de las ideologías es negar la singularidad de los seres humanos, reduciéndolos zoológicamente a miembros de grupos sociales, étnicos, sexuales, etcétera. Pero, según decía John Updike, sólo hay dos casos de grandes obras literarias escritas en grupo, la Biblia inglesa del rey James y el informe oficial sobre los atentados del 11 de septiembre, que es una maravilla de claridad, concisión y pulso narrativo. Detrás de cada una de todas las demás hay una persona, que tenía o tiene una vida de la cual forma parte la escritura, que se alimenta de experiencias únicas, de recuerdos y secretos que sólo a ella le pertenecen, que ocupa un lugar irreductible en el mundo, y que escribe o ha escrito no sólo a partir de unos cuantos libros que ha leído, sino de cosas tan reales como el amor, el sufrimiento, el trabajo, la necesidad de dinero, el miedo, la desgracia, los viajes, las creencias, los impulsos conscientes y los inconscientes, los visibles y los inconfesables.
A lo largo del siglo XX los teóricos dieron por muerta la novela muchas veces, pero eso no impidió que las novelas siguieran escribiéndose y teniendo lectores. La biografía puede ser un oficio todavía sospechoso o proscrito en los departamentos de literatura de las universidades, pero cada año se publican algunas que los aficionados devoramos con una mezcla de devoción literaria y curiosidad chismosa, porque uno tiene el deseo lícito de saber más sobre los escritores que admira, y porque importa mucho buscar los lazos entre la vida y la obra de alguien, averiguar el origen siempre azaroso y las circunstancias en que llegaron a existir esos libros que de otro modo parecerían surgidos de una especie de necesidad histórica.
Casi nunca lo que se cuenta en una novela es la transcripción de algo realmente sucedido. Muy pocos personajes literarios son trasuntos literales de personas que existen o han existido de verdad. El trabajo del biógrafo ayuda a comprender los procesos de transmutación mediante los cuales se inventan las historias, y al medir la distancia o la cercanía entre el punto de partida y el resultado final alumbra los mecanismos misteriosos de la imaginación y la ambigua cualidad confesional que alienta en la mayor parte de las obras de ficción. Lo que el estudioso o el lector impaciente por encontrar datos de la vida de un autor en su literatura no suelen aceptar es que en el interior de una misma novela materiales tomados de la propia experiencia pueden yuxtaponerse a otros por completo inventados, y que la ficción es el resultado de una mezcla en la que unos y otros se combinan al servicio de un propósito estético. El yo narrador de En busca del tiempo perdido tiene mucho que ver con Marcel Proust, pero los puntos de semejanza son tal vez menos reveladores que los de diferencia, y el resultado final no es, como se dice a veces, con irritante vaguedad, una novela autobiográfica, sino una novela en forma de autobiografía, una ficción en la que las experiencias reales han sido llevadas a un grado de elaboración tan sofisticado, casi tan alegórico, como el de la Divina Comedia. Páginas innumerables se han llenado con elucubraciones académicas sobre la literatura de Proust, pero es probable que en ninguno de esos estudios se encuentren tantas claves para comprenderla como en la biografía que le dedicó hace ya medio siglo George D. Painter, que es el cimiento inamovible sobre el que se sostienen todas las que han venido después. En toda la densa variedad de los personajes de Proust, mostraba Painter, no hay ninguno que no tenga en su origen algo de una persona real: pero ninguno de ellos es tampoco el retrato de una sola persona, sino un híbrido de modelos mezclados y a la vez una proyección del todo imaginaria de las ensoñaciones del novelista, nacidas de la propia experiencia y de los ejemplos de la literatura. Sin el amor de Proust por el chófer Albert Agostinelli no habría existido el del Narrador por Albertine: pero Albertine no es un amante cambiado de sexo por conveniencias morales, sino una criatura literaria soberana y carnal, inventada a partir de modelos masculinos y femeninos que Painter identificó con su erudición meticulosa, y sin embargo distinta a cualquiera de ellos, nacida de esa alquimia a la que el novelista tiene muchas veces la sensación de asistir más como testigo que como artífice, casi poniendo el cubo para recoger una parte del caudal de la inspiración, como decía Bellow.
Un biógrafo de Chet Baker contaba que las personas más cercanas al músico no sabían de dónde podía salir la dulzura lenta, la delicada melancolía que irradiaban de él cuando se ponía a cantar o a tocar la trompeta, siendo como era un personaje desagradable, mezquino, sin mucho interés por perfeccionarse como músico, un yonqui desvergonzado y manipulador exclusivamente interesado en la próxima dosis. Leemos biografías para explicarnos una parte de la vida y del trabajo de los escritores que admiramos, pero también para detenernos en el límite de lo que no puede ser comprendido, el del secreto último de la vida de cualquiera.
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