Bolt y los Salieri
Érase una vez un hombre bala, un hombre gacela, un hombre viento huracanado. Millones de seres en todo el planeta le contemplaban boquiabiertos a través de la pequeña pantalla, y hablaban y escribían interminablemente sobre carreras que duraban un suspiro. El Mundial de Atletismo y, en concreto, las hazañas de Usain Bolt han tenido un efecto hipnótico en los espectadores. Me pongo a pensar por qué.
Creo que lo que nos atrae es, sobre todo, la simplicidad, la pureza del hecho: un hombre que corre visiblemente más rápido que otros, más rápido de lo que se pensaba que podía correr ningún hombre. Es un hecho que cualquiera puede ver, comprender, admirar. No se trata de una cuestión de edades, gustos, ideologías, preferencias, nacionalidades u opiniones. Es directo, simple, animal. Un hecho visible avalado por la precisión matemática del cronómetro.
Fuera del ámbito deportivo, pocas esferas suscitan tal unanimidad: en cualquiera de las disciplinas artísticas y literarias cabe la diferencia de pareceres, gustos y valoraciones; y qué decir de la esfera política y de todos sus territorios adjuntos, lugares infinitos de disputas, opiniones, pasiones y razonamientos contrapuestos. Es claro que, como reinos de la complejidad, requieren un ejercicio de comprensión y valoración mucho más elaborado y exigente. Delante de una carrera de atletismo, en cambio, el ciudadano descansa. Realmente no hay nada que opinar, nada que comprender: sólo queda la pura emoción.
Viendo las carreras de Bolt, sentí pena por sus inmediatos competidores, los Salieri. Por extraordinarios velocistas que sean, que lo son, es altamente improbable que alcancen o superen las marcas del jamaicano. También Antonio Salieri era un músico de gran valía, pero tuvo la mala suerte de florecer al mismo tiempo que Mozart, el joven prodigio cuya talento natural abrumaba a cualquiera. Los atletas Salieri deben de sentir, me parece, ese tipo de frustración. Aunque ahonden en su disciplina y en su entrenamiento, las cumbres de la gloria mundial han sido ya tomadas por alguien que combina todo eso con una insultante ventaja natural. Y que también ríe, hace muecas y disfruta de las alturas como el jovencito Amadeus.
¿No ocurre lo mismo en todos los ámbitos profesionales? Al fin y al cabo, cualquiera que sea el nuestro, en el mejor de los casos nos pareceremos a Salieri. Aunque, claro, nosotros siempre podremos alegar la complejidad de nuestra disciplina: según las opiniones, según los gustos, según los estilos, según el contexto, según cómo y con qué lo compares, según, según... También podremos dar la que es, seguramente, la más elegante de las respuestas: yo, en realidad, con quien compito es conmigo mismo. Y es que ningún tipo de aparato o cronómetro puede medir con exactitud matemática nuestra valía: ésa es, después de todo, la grandeza humana.
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