Prensa, alerta roja
La prensa escrita, los periódicos diarios, están pasando por un delicado momento, aunque tenga la convicción de que sea un estadio transitorio. Le afecta la crisis en el precio del papel, el aumento de los costos y la retracción de la publicidad, algo que ha ocurrido en otras ocasiones menos estrepitosas. Hablamos, naturalmente, de la prensa libre, no subvencionada, si eso sigue ocurriendo. Puede que, a la postre, no recupere la lozanía que tuvo, pero sigue imbatible la costumbre de leer, no las noticias, que llegan al momento con la radio y la televisión, sino algo que el ser humano contemporáneo tiene que recuperar: el conocimiento de la opinión que los expertos o los especialistas tienen en cuestiones políticas, deportivas, sociales o científicas. Internet ya disfruta de un amplio espacio y probablemente su techo, porque no podemos llevarnos el ordenador al cuarto de baño, o leerlo en el metro, en la oficina al socaire de los jefes. Y lo que es más importante, volver a leerlo, subrayar lo que nos llamó la atención, contemplar esa foto en color o blanco y negro, cuya visión es compatible con la inmediata lectura de textos próximos y que siempre está a la vuelta de la hoja. O recortarla. Y eso queda muy disminuido y devaluado en la pantalla de los teléfonos móviles.
Sigue siendo imbatible la costumbre de leer la opinión de los expertos y los especialistas
La prensa permite subrayar lo que nos llamó la atención, contemplar las fotos o recortarlas
En mis remotos comienzos profesionales tuve la suerte de trabajar en un diario de empresa, el famoso Madrid de don Juan Pujol. Claro que tenía las servidumbres del resto de sus colegas, la humillante censura con la que era preciso convivir, las limitaciones informativas que imponía una dictadura. Quienes pasamos por aquella época vamos haciendo mutis, como es natural, pero no pensamos, ni por un momento, que estuvimos cometiendo una vileza por ejercer un oficio, entonces casi íntegramente vocacional. Hoy es una salida universitaria, refugio de personas que no parecen servir para otra cosa.
En aquella casa aprendí a repasar la gacetilla recién escrita, primero a lápiz, a veces con estilográfica y no siempre pasada a máquina en alguno de los armatostes de la redacción. Y a exigir la verdad y su comprobación, hasta el último límite. Ya entonces -y siempre- se leían los editoriales, los artículos de firma, la evaluación que de las cosas comunes hacían los expertos.
Para ilustración de quienes, por la edad, no lo hayan conocido, había grosso modo dos condicionamientos fundamentales en los diarios de la época franquista: la designación del director, que exigía el visto bueno de la Administración sobre una terna presentada por la empresa, y el acceso al cupo de papel, que podía significar la viabilidad del producto o su ruina, si hubiera que adquirirlo al precio libre. Esa contingentación fue una de las armas preferidas por el régimen, pues no tenía relieve social ni eco en las protestas internacionales. Era una concesión administrativa entregada al arbitrio de la autoridad y cuyo conocimiento público no era deseado por nadie. Eso devalúa algunas supuestas posturas "heroicas" de la débil resistencia. Y, por supuesto, la censura previa, aceptada, sufrida y burlada cuando se podía.
Otra singularidad, en este brevísimo repaso: se conocía, con raras excepciones quiénes eran los propietarios de los periódicos, hoy también de las radios y televisiones: las familias Luca de Tena, Godó, Delibes y tantas, conocidas en Madrid y cada provincia. La Iglesia, el Opus Dei, la serpenteante mano del Partido Comunista, sólo supuesta y la oficialista Prensa del Movimiento, un conglomerado de medios que cubría toda España y que lideraba la comunicación en muchas provincias. Diversamente a lo que se propaga, y por ser de fácil comprobación, como tal entidad, aquel holding era rentable, pues se apoyaba en las grandes ventas de unos cuantos diarios, exitosos en sus comarcas y la mina de oro que fue Marca. Eso enjugaba las soportables pérdidas de otros órganos locales, al servicio de la vanidad del Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento, que reproducían textualmente cuantos discursos y proclamas se le ocurrían al cacique cunero. Hoy dudo que el propio CIS tenga noticia exacta de qué manos gobiernan, en última instancia a los medios de comunicación. Creo que resulta aún menos digno que se supiera.
No estoy muy seguro de que hayan variado los cimientos, pero sí creo que será difícil erradicar la costumbre, tan humana, de desplegar las páginas de un diario y buscar la sección o el comentario preferido. No obstante, caben pocas dudas de que los momentos son difíciles.
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