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Columna
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El otro lado de la barra

Soy taxista asalariado, tengo 32 años y me llamo Nicasio. Como las cosas andan mal, este año me he buscado un curre de camarero en Madrid durante las vacaciones. Maldita la hora en que se me ocurrió aceptar el trabajo en una taberna de un barrio popular algo alejado del centro. En mi profesión de taxista estoy acostumbrado a soportar lo que no está escrito, pero eso es una broma comparado con el agobio diario de un camarero. Cada noche llego a casa baldado y saliéndome palabras necias hasta por las orejas. Yo soy de natural apacible, pero esta experiencia me ha vuelto misántropo.

La cervecería en cuestión es pequeña, casi exigua. Por ella desfilan a lo largo de la jornada personajes y personajillos descerebrados y plúmbeos, más pesados que matar una vaca a besos. Hay excepciones que alivian un poco el muermo. La clientela de una taberna de este tipo se divide en tres secciones: fijos, ocasionales y equivocados.

Los fijos son los más peligrosos porque no te los puedes quitar de encima. Se dejan una pasta gansa y alegran la caja, pero son la madre de todos los aburrimientos. De vez en cuando coinciden seis o siete que convierten la tasca en un psiquiátrico. Por las razones que sean, los bares de barrio suelen ser un imán para mentes dislocadas y buscadores de bronca.

Desde media tarde hasta la hora de cierre, la cosa va en progresivo deterioro porque se juntan las churras con las merinas. El alcohol incrementa los gritos, y aquello es un galimatías infernal. La gente no habla, rebuzna. Y la televisión, a todo gas. Si quieres conocer el mundo, hazte camarero. Comprobarás que es cierto el versículo del Eclesiastés: "Stultorum numerus infinitus est". Einstein lo tradujo así: "Sólo dos cosas son infinitas, el universo y la estupidez humana. Y no estoy seguro de lo primero". Estoy loco por volver al taxi y sólo aguantar a los plastas de uno en uno.

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