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Columna
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Fútbol y periodismo

La del periodista es a veces una labor ingrata. El informador como tal tiene la obligación de contar lo que sabe e incluso lo que piensa por muchas ampollas que levante. Que acierte o no es otra historia, pero su actitud ética ante el ejercicio profesional exige la mayor sinceridad posible con el público al que se dirige y al que se debe. El periodista debe aceptar con humildad las críticas adversas que sus comentarios susciten y, por supuesto, no arrogarse nunca la posesión de la verdad. Así que hay que aguantar como un campeón los rapapolvos que te caigan.

Mentiría si afirmara que me gustan, pero no recuerdo un solo palo del que no haya aprendido, y me los han dado de todos los colores. Para que el periodista sea fiel a quien le lee o escucha, ha de empezar por ser fiel a sí mismo. Saco este pensamiento a colación para participarles que nada me ha resultado tan incómodo como ser crítico con el fútbol. No me refiero a criticar a un equipo, un entrenador o un futbolista, que eso ya lo hacen de maravilla los periodistas deportivos, sino a criticar el espacio que el fútbol ocupa en nuestras vidas. El fútbol, y todo el enorme negocio que arrastra, ha calado de tal manera en la gente que los pocos ciudadanos a los que nos importa un rábano nos sentimos a veces acorralados.

Nada me ha resultado tan incómodo como ser crítico con el fútbol

Se puede ser del Madrid, del Atleti o del Barça, la afición rival discutirá contigo, gritará y tratará de mofarse de los escasos triunfos de tu equipo mientras ensalza los logrados por el suyo. Salvo los cuatro brutos de siempre la cosa no irá a más y todo acabará en clave de colegueo. Pero como a alguien se le ocurra decir que está harto de tanto fútbol, será inmediatamente catalogado como un bicho raro, un tipo soso y aburrido como esos que no beben alcohol en las fiestas en que todo dios está cocido. La traslación del fenómeno al plano profesional se traduce en una incomprensión y un rechazo general que puede resultar asfixiante. Hace poco, en un debate televisivo, tuve la ocurrencia de mostrar mi preocupación por la desmesura con que la sociedad idolatra a las estrellas del balompié. Tímidamente argumenté que tal vez convendría revisar esos ejemplos ante los chavales y potenciar otras hazañas como las de Vicente Ferrer o los biólogos que luchan contra la gripe o el cáncer. Creo que sólo la buena educación y el afecto de los contertulios evitó que me llamarán membrillo.

Dos días después mi admirado Juan Cruz escribía en su columna que no había que asustarse porque los futbolistas sean los héroes de la gente. Me sentí solo. Mi indiferencia ante los ídolos del balón me deparó la única discusión que he mantenido con ese tipo llamado Florentino Pérez, al que tengo por amigo. Fue a consecuencia de la reiterada manía de un tal Raúl de subirse a la Cibeles cada vez que el Madrid ganaba una copa. Lo critiqué y reclamé el derecho de mi hijo a hacer lo mismo cuando aprobara el COU. Don Florentino me llamó antimadridista como en la oprobiosa llamaban judeomasón a todo el que hacía la puñeta al régimen. Me costó convencerle de que no era un agente al servicio del Atleti, pero que pisotear la Cibeles me parecía un mal ejemplo.

A él no le costó nada convencerme de que para medio mundo Madrid está en el mapa gracias al equipo que preside. Estoy viajado y lo veo. Sé que el Real Madrid le ha dado mucho a esta capital, pero creo que la ciudad le ha correspondido con creces. Al Bernabeu le dejaron crecer a costa de ocupar espacios públicos y el club saneó sus cuentas gracias a recalificaciones como la esquina comercial o las cuatro torres de la ciudad deportiva en la que más que blancos hubo que ponerse colorados. Esto es tan real como el Madrid y conste que, aunque pase del fútbol, lo cierto es que me crié a la sombra de su estadio y prefiero que gane. Digo lo que sé y lo que siento. No me traiciono a mí ni al periodismo y duermo mejor.

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