Decisivo factor coreográfico
Más de lo mismo, pero tendrán éxito. Saura se repite; vuelve sobre sí mismo, sobre sus fórmulas y a partir de los aciertos de antaño, arma este "musical", como él mismo lo ha encasillado, con poéticos recuerdos: las sevillanas bíblicas. Y, aunque la repetición no siempre fragua estilo, hay cosas que siguen funcionando en su formalidad expositiva hasta crear la ilusión de eso, un estilo. Pueden enumerarse: paneles luminosos móviles, espejos, barras de ballet, sillas de enea, vestuario que recuerda tanto la ropa civil como la ropa de ensayos, potente iluminación cenital y de contraste, ritmo que establece progresión, búsqueda de lo vernáculo. Pero el problema es la coreografía.
La obra escénica de Saura en ballet flamenco (ya sea en filmes o directamente sobre las tablas, en vivo) ha estado ligada a nombres tan señeros como indiscutibles, Antonio Gades el primero, a quien debe tanto. Pero después también están José Antonio, Aída Gómez, Joaquín Cortés, Cristina Hoyos. El mejor plantel posible.
Apostar por los jóvenes bailarines es una excelente y encomiable postura, pero la coreografía es otra cosa. La esenciamisma de la profesión coreútica está en el poso de la madurez, en la acumulación primero y la selección después, en el filtro meditado y en la consunción de los estilos al transmitirlo al nuevo material que se estructura en forma de danza definitiva. Nada sustituye la experiencia y aquí se carece de ella.
Estévez y Paños exhiben empuje y quieren demostrar algo que no se verifica precisamente con furia y desplante sino conmeditación, aritmética y cultura. Emborrachar de pasos una música fue siempre un gran fracaso (que se lo digan a Nureyev). Y estos casi debutantes quieren abarcar mucho para cohesionar nada. Paños, que aparece de blanco para remedar a Vicente Escudero, aún puede modelar su carrera de bailarín, está a tiempo.
El otro tema suena políticamente incorrecto, pero hay que hablar de ello. Rafael Estévez lucha contra su físico, intenta distinguirse airoso, quiere hacer hasta alguna gracia, un toquecillo racial. Pero a la danza española no le ayuda eso, muy al contrario, y por momentos el musical de Saura él lo convierte en revista. El resultado es simplemente histriónico, poco creíble, fuera de norma, pero también fuera de forma.
Tal vez si consagrara su amor por el ballet flamenco y la danza española en el terreno de la coreografía, llegaría lejos o a algún estadio plausible. El rasero estético es lo que es. Violentarlo puede rozar el esperpento, y Enrique El Cojo hubo solamente uno, como uno fue Farruco, y tantos otros que paseaban orondos sus carnes. Eran genios, se consagraron tras años de esfuerzo y cultura viva de la especialidad. Decir que en el ballet flamenco el físico no importa es una piadosa tontería. Y físico saca el resto de la plantilla. RocíoMolina esmusical, tiene garra y enlaza pasos y luces con tronío; Pastora Galván es fuerte y delicada a la vez, parece que puede con todo. David Coria y Jonatan Miró tienen futuro asegurado: son buenos bailarines a la vez que manejan la contención y el ritmo. La pujanza de este cast es lo que devuelve la moral, lo que libra al espectador de la saturación.
Los músicos tienen calidad y se entregan en el cante y en los instrumentos; Chano Domínguez, manos prodigiosas, da sus momentos y las luces cumplen (menos cuando intentan acercarse a Glass Pieces de Jerome Robbins y no se ve nada). El vestuario de Alvarado, que no teme ni al color ni a ciertos detalles del tipismo, empaste irregularmente en el todo plástico; en alguna prenda encontramos su humor y su saber costurero aflora de cuando en vez. La obra necesita un intermedio.
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