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Reportaje:danza

El director de orquesta que amaba el ballet

Dos gloriosas semanas en Londres confirman el milagro de Valeri Gergiev, hombre leal a la gran danza y la ópera rusas, al frente del Marinskii de San Petersburgo

El Ballet del Teatro Marinskii de San Petersburgo rubricó ayer dos semanas gloriosas en la Royal Opera House (Covent Garden) de Londres. Un éxito total. Romeo y Julieta, El lago de los cisnes, el Homenaje a Balanchine y La Bella Durmiente, presentadas como en casa: 92 bailarines; 100 músicos... Una operación en la que intervienen más de 100 técnicos, el traslado titánico de escenarios y cientos de baúles de vestuario y atrezzo... Y un nombre por encima de los demás: Valeri Gergiev. El responsable de la resurrección del Kirov-Marinskii es este moscovita de origen osetio, aparentemente huraño y distante, ensimismado en el estudio de los grandes compositores rusos. Un hombre para el que sólo suenan elogios. Un tipo al que, cabría decir, el ballet y la ópera rusa deben hoy su renacimiento global.

Tiene fama de borde, de arañar el podio y rezongar ante la pasividad
La ejecución de las obras por parte del Marinskii es difícil de igualar

Valeri Abisálovich Gérgiev (Moscú, 1953) es uno de los pocos grandes directores musicales de hoy que respeta, y se podría decir que ama, al ballet, y cree a pie juntillas que la unión en el ente lírico de canto, orquesta y danza puede ser eficaz y productiva. En otras palabras, piensa, como el mítico George Balanchine, que la unión de gran música y gran danza puede ser.

Bajo la batuta de Gergiev se ha obrado la apoteosis londinense. Ni un solo billete. Ni de pie. La temporada siguiente ya está firmada también con Victor Hochhauser, el mismo representante que los trajo aquí en 1961. Entonces fue la primera vez que la compañía, en plena guerra fría, cruzaba el telón de acero con el marchamo Marinskii. Aquél era un nombre de la época imperial (hace alusión a la Princesa hija del Zar) que fue cambiado tras la Revolución Soviética por el de Kirov, como homenaje a Serguei Kirov, militar asesinado en misteriosas circunstancias. Hochhause exigió la presencia en Londres de aquella danza y la consiguió. Pero todo eso es historia antigua.

El brillante porvenir lo representaba estos días en Londres unos enormes carteles azul imperial (el color de Marinskii) con una bailarina protorrusa vestida para un ballet de Balanchine que salta en el vacío. Es la imagen más repetida en las calles de la capital británica. El triunfo se extiende así a lo simbólico. La gira de 1961 está grabada a fuego en el inconsciente colectivo de los rusos y de la memoria del ballet.Gergiev tomó carta de presentación en el Teatro Real de Madrid de manera lujosa con su Guerra y paz en 2001 (había sido la primera ópera que dirigía en Marinskii, con el cineasta Andrei Konchalovski como director de escena). Aún se recuerda en la meseta aquella grandeza de la gran ópera rusa, de su batuta vibrante e intensa, con su manera de hacer que Prokófiev resulte familiarmente cercano.

Los osetios no son ni eslavos ni caucásicos y su lengua es de origen persa; se dice que en los ancestros están los alanos. Gergiev tiene el tesón de un alano, algo que ya glosaba la época romana. En 1978 entró en el entonces teatro Kirov como asistente del todopoderoso Yuri Temirkánov que enseguida vio su valía, su fuerza, y en 1988 asumió la dirección artística.

Fue en 1996 cuando el Gobierno tomó la decisión, excepcional en plena convulsión de glasnot y perestroika, de ponerle al frente del Kirov, ya rebautizado con su nombre original: Marinskii. Y comenzó su gran tarea: cantantes nuevos, bailarines nuevos, coreógrafos del extranjero, óperas olvidadas (sobre todo de Prokófiev).

Llega al teatro al amanecer, se va de madrugada. Tiene fama de borde, de arañar el podio y rezongar ante la pasividad de los instrumentistas, pero es un cordero grandón con piel de lobo, pues también ha dejado correr alguna lágrima precisamente con Prokófiev, su compositor de cabecera, o con el sempiterno drama que es Chaikovski, esencia de la doliente alma rusa. También es un hombre comprometido con la paz y no ceja de intermediar en el conflicto entre georgianos y osetios; se dice que ha hecho más de lo que se publica en los diarios, es el hombre bisagra de una paz que a veces se aleja. Ese drama duro y real, y el teatro Marinskii con todos sus otros dramas dentro, algunos reales y otros figurados sobre las tablas, son sus obsesiones.

Cuando en 2005 recibió una llamada que le anunciaba su elección como 15º director de la Orquesta Sinfónica de Londres (OSL) -en sustitución de Colin Davis- ni se inmutó. Al menos aparentemente, pero no por soberbia, sino por timidez. En Londres lo reconocieron enseguida como el genio que es. En otras plazas también. Ha alternado el MET con la Filarmónica de Rotterdam, aunque el centro de su mundo sigue junto al río Neva. Las funciones que lo traerán, del 9 al 11 de noviembre, al Palau de les Arts en Valencia se prometen gloriosas.

Al llegar al Kirov apoyó las innovaciones en la danza que tímidamente hacía ya Oleg Vinogradov, que tuvo su mérito, e impulsó el nombramiento de Majar Vassiev (Osetia del Norte, 1961) al frente del ballet. Hoy este ex primer bailarín (que una vez bailó Paquita en Marinskii con nuestra Trinidad Sevillano) dirige el Ballet del Teatro alla Scala de Milán.

De las manos de los dos entraron en Marinskii George Balanchine (una deuda histórica con el ballet universal) y William Forsythe (un deber cultural contemporáneo). También se instalaron en el repertorio petersburgués Jerome Robbins, John Neumeier y Kennett MacMillan. Si algún telón quedaba por caer, Gergiev y Vassiev los habían descorrido todos.

En Covent Garden la semana pasada, tras El lago de los cisnes en la reconstrucción cuidadosa de la versión de 1950 de Konstantin Sergueiev (que recupera mucha música olvidada en el cuarto acto), llegó el ansiado programa Balanchine. Una obra maestra. Abrió Serenade (Chaikovski), después Rubies (Stravinski) y para terminar Symphony in C (Bizet). Éste fue el sueño de George Balanchine, no hay duda.

El Marinskii ofrece un Balanchine más emocional y detallista, con especial empeño en el dibujo y la claridad de acento. Serenade es obra prismática y abundante de sutilezas y préstamos, y hasta tiene una evocación de su Apolo. El ciclo atardecer-vigilia-sueño ya estaba en Eros (1915, basada en Un ángel de Fiesole, de Svetlov), coreografía de Mijail Fokin que bailara un Balanchine casi adolescente en Marinskii sobre la misma música: la Serenata para cuerdas opus 48 de Chaikovski. La coreografía de Eros se perdió, pero se saben de ella muchas cosas: la figura del ángel griego vuelve en Serenade con el nuevo sello naciente de la abstracción, es decir, el estilo balanchine que se abría camino en el Nueva York de los años treinta. Rubies es un canto a ese glamour neoyorquino que hoy es clásico. Balanchine, como buen ruso de origen georgiano, sentía verdadera pasión por las gemas; este ballet, que se llama Jewels y tiene otras dos partes, Esmeraldas y Diamantes, se lo inspiró una visita a Van Cleef (también se pasaba dos veces por semana por Tiffany).

La ejecución del Marinskii es difícil de igualar: vestuario exquisito (de otra rusa emigrada: Madame Karinska), decorados fastuosos, y aunque las comparaciones en ballet son casi siempre odiosas y ociosas, nadie hace hoy algo así. Unas veladas como éstas devuelven la moral a los amantes del ballet. Y no sólo Uliana Lopátkina (que hoy sería musa de Balanchine). Allí brillaban otras verdaderas joyas: Viktoria Teresshkina, Elena Evsseva, Eugenia Obraztsova, Ekaterina Kondaurova, Alina Somova, Leonid Sarafanov: los rusos han vuelto. Felizmente.

Valeri Gergiev dirige la orquesta del Teatro Marinskii durante la representación de una ópera en Moscú.
Valeri Gergiev dirige la orquesta del Teatro Marinskii durante la representación de una ópera en Moscú.AFP
Un momento de La Bella durmiente, representado por el Marinskii en la Royal Opera House de Londres el pasado viernes.
Un momento de La Bella durmiente, representado por el Marinskii en la Royal Opera House de Londres el pasado viernes.REUTERS

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