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extraña en el paraíso
Columna
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BRAGA NÁUTICA

Un parque de atracciones británico, Alton Towers, ha prohibido esta semana que los hombres lleven bañadores de slip en sus instalaciones. Alega que esta prenda no es apropiada en un entorno familiar y pide a sus clientes que usen otras que proporcionen mayor cobertura. Lo primero que han preguntado los periodistas ingleses es si semejante tontería tiene algún otro propósito que el de conseguir publicidad gratuita.

Los listos de Alton Towers saben que encender el debate entre el bañador elástico y el holgado siempre funciona. Se erigen bandos irreconciliables y, en un rico subtexto, se dirimen trascendentales nociones de masculinidad. Si en Gran Bretaña, como sucede en Francia, obligaran a los hombres a ponerse speedos en las piscinas públicas (los galos alegan motivos de higiene) se produciría una debacle nacional. Para los británicos, una prenda tan escueta y ajustada -tan parecida a una braga femenina, por qué no decirlo- resulta bochornosa y ridícula. Algo que sólo un francés llevaría.

O un español. Los responsables del parque defienden que estos bañadores son más apropiados para nuestro país que para Staffordshire. La ignorancia es atrevida: desconocen el catálogo de apelativos poco cariñosos que aquí dedicamos a ese pedazo de lycra. Un excelente indicador de cuán mala ha sido históricamente su reputación. Sabes que no estás ante el alumno más popular de la clase cuando un adulto se puede referir a él, sin sonrojarse, como braga náutica, marca paquete o farda huevos.

Los excesos estilísticos de tipos como David Hasselhoff convirtieron esta prenda en el símbolo de lo más hortera que dejaron los ochenta. Después de ver cómo éste la combinaba con chupa de cuero (dolorosa imagen que les recomiendo no googlear: se pega a la memoria como un chicle), no es de extrañar que los sobrios noventa la condenaran al ostracismo. Una actitud que cambió con la llegada de esa entelequia llamada metrosexualidad. Su culto a la anatomía masculina hizo aceptables modelos más reveladores. Había vida más allá de la mesa camilla popularizada por los surfistas. Eso sí, se aparcó el corte alto de cadera y, en un golpe de pudor, se recuperaron las formas de los años setenta.

Se puede discutir hasta el infinito si se secan más rápido o si permiten un bronceado más completo. Pero la triste realidad de estos trajes de baño es que trazan una inclemente línea divisoria. Entre los que pueden llevarlos y los que jamás deberían hacerlo. Por su propio interés y -ahí sí hay que estar un poco de acuerdo con los de Alton Towers- por el de todos los demás.

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