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Columna
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Turistas

Desde que personajes como Marco Polo o Benjamín de Tudela -auténticos precursores de las Guías del Trotamundos- nos narraran lo excitante que podía ser abandonar temporalmente el hogar y emprender la búsqueda de nuevos horizontes; cada verano todos, en mayor o menor medida, tratamos de emular al veneciano y al navarro.

Paul Bowles, en El cielo protector, nos aclaró la diferencia entre un turista y un viajero. El primero, desde que sale de casa, está pensando en la vuelta, mientras que el segundo puede no regresar jamás. El turista tiene alma de sufridor y su actividad no está exenta de riesgos: una bomba de ETA, la gripe A o, en el mejor de los casos, una intoxicación por unas gambas en mal estado.

Los vuelos low cost, la contratación de viajes por Internet y los "superchollos" que continuamente anuncian las grandes agencias han provocado la masificación definitiva del turismo. En cualquier paraje al que nos dirijamos, por muy exótico que sea, nos invadirá una sensación de déjà vu. Seguro que algún amigo estuvo antes y nos sometió a la tortura de la inevitable exhibición de fotos -cientos, miles...- en la pantalla de su portátil.

Aunque es difícil establecer una taxonomía al respecto, yo catalogaría al turista estival dentro de tres grandes grupos. El primero es de destino fijo. Tuvo la previsión de adquirir un apartamento, cuando se vendían a precios razonables, en Noja, La Rioja o Santa Pola y allí acude en verano a intentar sumergirse en una rutina -los mismos amigos cada agosto, las mismas excursiones, el mismo horario, etcétera- que le haga olvidar la del resto del año. Un valor añadido para muchos de estos viajeros es que en la población elegida haya más vascos. El colmo de la felicidad es que además existan bares con estética euskaldun. Lugares como la calle del Coño de Benidorm o el Café du Centre de Luz-Saint Sauveur colmarían plenamente las expectativas de estos visitantes.

A una segunda categoría pertenece el turista que escapa una semana, en función del ofertón que encuentre. Egipto, Punta Cana, Lanzarote...; da igual. La cuestión es salir de casa y volver con la cámara de fotos y el vídeo repletos de imágenes con las que provocar la envidia de la cuadrilla: la experiencia única de una boda bereber, el amanecer en el desierto, el paseo en camello; vamos, actividades sólo al alcance de unos pocos elegidos.

El tercer modelo de turista -habitualmente, soltero o sin hijos- tiende a considerarse un viajero buscador de lo auténtico. Tanto es así, que odia los lugares en los que pueda coincidir con otros guiris. Como diría Mafalda, pertenece al montón que no quiere ser del montón. Namibia, Mongolia o Laos pueden ser algunos de sus destinos. Eso sí, siempre en un cómodo viaje perfectamente organizado por una carísima agencia. Lo dicho, el turismo está tan masificado que lo verdaderamente chic va a ser quedarse en casa.

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