Una sentencia de la Mafia
Un día de 1980 tuve ocasión de visitar a Renato Guttuso, senador comunista y en ese momento el primer pintor de Italia. Vivía cerca de los jardines de Domus Aurea, residencia de Nerón, dominando el foro, en el palacio Grillo, antigua propiedad de aquel conde que fue famoso porque los domingos después de misa mayor echaba desde el balcón mendrugos de pan a los pobres. Renato Guttuso era un hombre muy guapo y a sus 75 años padecía todavía el tormento de una pasión que mantenía con su famosa amante Marta Marzoto. Después de tomar una copa y mientras un barbero lo afeitaba rodeado de cuadros, como en un altar, me preguntó:
-¿Hacia dónde se dirige usted?
-A Palermo -le dije.
-Allí nací yo, en Baghería. ¿En qué hotel se va hospedar?
El barón Stéphano estuvo preso más de 40 años en una 'suite' por matar al hijo de un 'capo'
-En el Grand Hotel et des Palmes.
-Muy bien. Voy a avisar a Isidoro Canfarotta, mi secretario en la isla, para que le espere. Él le descubrirá muchos secretos. Sicilia es impenetrable. En Nápoles usan mil palabras para explicar lo que en Palermo se dice con una mirada. Dígale a Isidoro de mi parte que le presente al barón Stéphano que está prisionero en ese hotel desde hace 40 años.
Isidoro Canfarotta me esperaba en la puerta del Grand Hotel et des Palmes y apenas le dije mi nombre me selló la cara con un beso en cada mejilla. El Grand Hotel et des Palmes, situado en Via Roma, 398, de Palermo es un establecimiento de principios de siglo, estilo art nouveau, levantado sobre un antiguo palacio, con un gusto de escalinatas y salones, lámparas, estatuas y hornacinas, artesonados grandilocuentes y vidrios emplomados. Antes de ser remozado, en 1980 aparecía con un aire desvencijado, servido todavía por viejos camareros que arrastraban los pies y algunos pajes color crema que formaban la guardia de húsares a padrinos invisibles en torno a las columnas de mármol. Wagner terminó allí la ópera Parsifal, pero este hotel no era famoso por eso sino por una extraña historia de la mafia.
Al pie del busto de Wagner, en el vestíbulo, Isidoro Canfarotta me presentó al barón Giuseppe di Stéphano. Era un anciano enorme vestido de blanco, con un pañuelo rojo con flores azules anudado con una argolla de oro junto a la nuez. Llevaba zapatos de esterilla con puntera marrón, fumaba un veguero desmesurado con boquilla corta de hueso de jabalí, estaba sentado en un sillón raído y la mano que reposaba en el antebrazo contenía varios anillos coronados. Sólo una mancha de tomate le condecoraba el traje impoluto junto a las iniciales bordadas. La atmósfera de espejos con ninfas veladas hacía juego al personaje.
El barón tuvo un grave percance una mañana de primavera, ya muy lejana, cuando salió a cazar perdices en su finca de Castelvedrano con dos galgos y una escopeta. Desde el fondo del trigal vio que un muchacho desconocido merodeaba alrededor de unos cerezos y puesto que no había encontrado otra caza, sin pensarlo más, apoyó la culata de la escopeta en la clavícula, se apalancó bien y a continuación soltó un pepinazo que abatió al joven furtivo dejándole muerto al pie del frutal. En principio, el lance no tenía importancia para un barón siciliano, ya que la justicia ordinaria estaba a su servicio, pero en este caso hubo una inesperada complicación. El joven ladrón de cerezas era hijo del capo de la mafia agraria local y esta circunstancia cambió el destino del noble terrateniente. El capataz del barón dio la cara por él y se declaró autor del crimen, pero la mafia del lugar hizo un juicio paralelo y condenó al barón a permanecer preso en el Grand Hotel et des Palmes mientras el capataz estuviera en la cárcel los 20 años a los que fue condenado, con la advertencia de que si asomaba la nariz a la calle sería abatido en la misma acera.
Según el veredicto de la mafia, el barón quedó libre cuando el capataz salió de prisión, pero el barón había ingresado obligatoriamente en el Grand Hotel en 1946 y desde entonces no se había asomado a la calle, hacía de eso más de 40 años. El día en que le conocí la servidumbre, como siempre, le había traído frutas, aceite, hortalizas, carne y embutidos de la heredad y, con ello, los cocineros le habían preparado el almuerzo. Ocupaba varias suites del hotel donde recibía a amigos e invitados.
-Al parecer, la vida ha cambiado mucho ahí fuera -me dijo el barón-. Este vestíbulo tampoco es lo que era. Alguna vez he visto mujeres con pantalones aquí dentro. Y gente bebiendo un líquido oscuro que se llama Coca-Cola. También oigo un ruido infernal por la ventana. Son coches, según me cuentan. Antes a Sicilia sólo llegó Goethe. Ahora vienen turistas de todas partes. Mire usted, en esa butaca de enfrente he visto sentado muchas veces a Luky Luciano.
El barón puso en pie su enorme figura blanca y perseguido por el humo de su veguero y por varios reflejos de sus anillos subió por la escalinata y desapareció. Esa tarde tenía visita. Algunos amigos habían llegado desde Agrigento a verle.
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