EL DESTINO
Yo no sabía qué buscaba. Y el dependiente me miró con cierta suspicacia.
Llevaba un mapa que era el que nos guiaba hacia esa esquina a la que me conducía este dependiente triste que decía al pedir paso:
-Si us plau, si us plau...
Cuando llegamos al sitio, el hombre me dijo, ya en español:
-¿Aquí?
Su cortesía no requería respuesta, así que aguardé a que me dejara solo.
No era una esquina cualquiera; como era el centenario de Juan Carlos Onetti, aquella librería -Ancora y Delfín, de Barcelona- le dedicaba un homenaje al escritor uruguayo.
Cuando murió Onetti yo estaba en Los Ángeles. Trabajaba para un bufete de abogados dedicado a falsificar documentos para cobrar herencias sin destinatarios.
Era un trabajo arriesgado como todos los oficios sórdidos. Entonces, junio de 1995, me hallaba allí para quedarnos con la herencia de Margaret Grey, una psiquiatra argentina que había muerto sin herederos.
La conseguimos gracias a nuestro hombre de paja, un tal Domenico Tarantino; le falsificábamos documentos con los cuales podía aparentar ser pariente de cualquiera, y se iba discretamente con un porcentaje que le permitía alternar en Malibú.
Cuando Tarantino se presentó en el juzgado el abogado norteamericano que representaba al Estado le hizo una pregunta que él desatendió.
-¿Tiene usted algo que ver con Juan Carlos Onetti?
Tarantino iba a lo suyo. El abogado volvió a decirle:
-Al menos sabrá que ha muerto.
Yo pregunté por Tarantino. "¿Que ha muerto quién?", dije.
-Onetti, ha muerto Onetti-, dijo el abogado, y siguió su marcha.
Yo había leído a Onetti, bastante, porque tuve una novia uruguaya, Cecilia Linardi; era librera, y me regaló primeras ediciones de su compatriota.
Durante algunos años no supe mucho de Onetti y jamás lo relacioné con algunos sucesos que fueron ocurriendo alrededor.
Hasta que me tocaron de cerca. Recibí, primero, cartas en papel gris, vacías. Más tarde, papeles blancos en los que estaba escrita la palabra Gris, en mayúsculas y minúsculas.
Un día me llamó la mujer de Tarantino. Me informó de que Tarantino había sido asesinado. Durante algún tiempo estuvo recibiendo cartas misteriosas, que contenían primero papeles grises y que después contenían la palabra Gris. La última carta, me dijo, vino dentro de un libro de Onetti y decía ya, sin más, la palabra Grey.
-¿Grey?, le pregunté a la señora Tarantino.
-Sí, Grey en inglés. Y después apareció muerto junto a la escalera de la librería de Santa Mónica.
A esa librería me llevaba Cecilia a escuchar lecturas de autores latinos que iban a Los Ángeles.
Unos días después yo recibí una carta idéntica a la última que recibió Tarantino. Además de la palabra Grey, venía la dirección de esta librería de Barcelona; el mapa que la acompañaba me indicaba el sitio donde ahora descubro la colección de cuentos de Onetti. Me acerco al volumen que me indica el mapa con la incertidumbre de si me espera en su interior una daga. O el destino.
Juan Cruz es autor de Muchas veces me pediste que te contara esos años (Alfaguara).
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