Últimas víctimas de Tito Andrónico
Shakespeare es un autor faro y su Tito Andrónico, el escollo en el que han embarrancado barcos de todo calado. Esta tragedia de venganza es un tomatazo en el canon inmaculado de la literatura dramática occidental. Empieza como una de romanos, y acaba en grand-guignol, con la muerte haciendo girar su guadaña a 360 revoluciones por minuto. Entre las obras macabras isabelinas, se lleva la palma. Es toda extremos: ponerla en pie obliga a sus intérpretes a caminar sobre una cuerda floja tendida entre el verismo sangrante y un humor negro azabache. Hay que pilotarla a lo kamikaze: tomándose su acumulación de horrores tan en serio como un cáncer.
En su montaje histórico con la Royal Shakespeare Company, Deborah Warner no nos ahorraba ni un ápice de verdad, y por eso, al final, participábamos del buen humor que a Tito, convertido en chef de cocina caníbal, le producía consumar su venganza a fuego lento. Lo que antes habíamos sufrido con él, lo reíamos después. Era de carne y hueso. Han pasado veinte años desde aquel hito, y hemos visto entretanto una puesta endeble de la Royal, dirigida por Gregory Doran, y otra del Lliure en clave paródica, firmada por Àlex Rigola. Ésta coproducción del Festival de Mérida y Animalario es otra cosa. Como la Warner en su día, Andrés Lima, su director, sitúa al público a tres bandas, pero en un espacio, el del Matadero de Madrid, donde la amplificación obligada aplana las voces y dificulta distinguir su procedencia cuando los once actores entran en acción. Son pocos para tantos personajes: su desdoblamiento continuo confunde.
TITO ANDRÓNICO
De Shakespeare. Traducción: Salvador Oliva. Intérpretes: Alberto San Juan, Javier Gutiérrez, Fernando Cayo, etcétera. Música: Nick Powell. Escenografía: Beatriz San Juan. Dirección: Andrés Lima. Madrid. Matadero. Hasta el 30 de agosto.
Lima, a diferencia de la Warner, que iba por derecho, y de Rigola, lanzado a divertirse, navega entre dos aguas: combina veras y bromas sin hallar equilibrio. Bajo su batuta, el emperador Saturnino, interpretado por Javier Gutiérrez, resulta irrisorio: recuerda a la parodia del rey de El prisionero de Zenda que hacía Jack Lemmon en La carrera del siglo, pero con los pies fuera del tiesto, porque a su lado tiene a un Marco Andrónico cincelado por Enric Benavent y a una Tamora veraz (Nathalie Poza). La primera parte transcurre desnortada y turulata, con algún momento inspirado (el de la cacería). La segunda se afina a partir del encuentro de Tito con Tamora, travestida de Venganza. Lo mejor es el banquete mortuorio final, con sus crímenes en cadena, que Lima y la escenógrafa Beatriz San Juan suben a una plataforma de carrusel lanzada a ritmo infernal.
Tito Andrónico es un papel cardinal, improbable y proteico: exige un actor soberbio de edad madura (Brian Cox en el montaje de la Warner), o una primerísima figura (Laurence Olivier, en el de Peter Brook). Alberto San Juan es demasiado joven para tanto empeño. Quizá por eso (¿y para subrayar que Tito es títere de un poder superior?), Lima le ha marcado un movimiento madelman, de robot articulado, y una salmodia que lo deshumanizan. Visto así, su dolor nos deja fríos.
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