Un mundo, una Europa
G-8, G-5, G-20, G-2, G-3 y ahora G-14 (el G-8 más el G-5 más Egipto): nunca las matemáticas del orden mundial parecieron más complejas y confusas.
Kofi Annan, con ocasión del 50 aniversario de Naciones Unidas, en 2005, intentó ajustar las instituciones multilaterales de nuestro mundo para que se adecuen a sus nuevas realidades. Fue un esfuerzo valiente que se produjo demasiado pronto. El mundo industrial del norte todavía no estaba preparado para reconocer el nuevo peso de las potencias emergentes y la necesidad de alcanzar un nuevo equilibrio entre el norte y el sur, entre el este y el oeste.
¿La actual crisis financiera y económica, dada su profundidad traumática y la responsabilidad obvia de Estados Unidos en su origen, creó las condiciones necesarias y un clima más favorable para una refundación importante de las instituciones multilaterales? Es demasiado pronto para confiar en que se produzca un verdadero cambio. Lo que es seguro es que un reequilibrio entre el norte y el sur debe comenzar con una mirada honesta y realista de la situación actual de Europa en nuestro sistema multilateral.
La UE tendría que tener una sola voz en las instituciones multilaterales
Hoy tenemos a la vez demasiada Europa y demasiado poca Europa, o, para decirlo de otra manera, demasiados países europeos están representados en los principales foros del mundo, con demasiadas voces. En cambio, en términos de peso e influencia, no hay suficiente Europa unida.
A principios de los años ochenta, un ex ministro de Relaciones Exteriores francés, Jean François-Poncet, sugirió que Francia y el Reino Unido abandonaran sus sillas permanentes en el Consejo de Seguridad de la ONU a favor de una única plaza de la Unión Europea. Así Alemania ya no intentaría conseguir la suya propia, Italia no sentiría que la dejaban fuera y la identidad internacional de Europa se fortalecería de modo espectacular. Por supuesto, esto no sucedió. Francia y el Reino Unido no estaban dispuestos a abandonar el símbolo de su estatus nuclear e internacional. Y probablemente hoy estén aún menos dispuestos a hacerlo en nombre de una Unión que es menos popular que nunca, al menos en las Islas Británicas.
No obstante, seamos razonables: lo absurdo de la presencia de Italia en el G-8, sumado al hecho de que países como China, India y Brasil no sean miembros oficiales, ya no es aceptable o justificable. Aún así, debido a esa anomalía, Europa sufre un grave déficit de legitimidad y presencia a nivel internacional.
Obviamente, Estados Unidos no se puede comparar con una Unión que está muy lejos de convertirse en un Estados Unidos de Europa. Pero si el contraste entre los dos lados del Atlántico, entre el continente del "Sí, podemos" y el continente del "Sí, deberíamos", es tan inmenso, es por razones que los europeos se niegan a afrontar o incluso discutir.
La primera es la falta de algo que encarne a la Unión Europea. Sería absurdo comparar al presidente estadounidense, Barack Obama, y al presidente de la Comisión de la UE, José Manuel Barroso, como si fueran iguales. Mientras que Obama debe su elección en gran medida a su carisma, Barroso probablemente se suceda a sí mismo precisamente por su falta de carisma, porque dice muy poco en tantos idiomas. Para los líderes nacionales de la UE cuyo último deseo es tener que lidiar con un nuevo Jacques Delors -es decir, un hombre con ideas propias-, un cero a la izquierda como Barroso es sencillamente ideal para ese puesto.
Pero la UE está pagando un precio altísimo por el anonimato burocrático de sus líderes. Un proceso de creciente alienación e indiferencia entre la Unión y sus ciudadanos está en marcha, ilustrado por el bajo nivel de concurrencia en las últimas elecciones para el Parlamento Europeo. Como consecuencia, hay menos Unión en Europa y menos Europa en el mundo.
Una voz europea fuerte, como la de Nicolas Sarkozy durante la presidencia francesa de la UE, puede marcar una diferencia, pero sólo por seis meses, y a costa de reforzar los sentimientos nacionalistas de otros países como reacción a lo que interpretan como expresión de "orgullo galo".
Así que si los europeos quieren recuperar la confianza en sí mismos, el orgullo y la esperanza colectiva, deben aprovechar la oportunidad que el ajuste necesario e inevitable del sistema multilateral representa para ellos. Deberían hacer de la necesidad una virtud. Por supuesto, una única voz europea en las instituciones multilaterales parece menos realista que nunca: ¿quién la quiere, excepto tal vez los miembros más pequeños de la UE?
Pero la última oportunidad de Europa de ser un actor de peso en un mundo multipolar descansa precisamente en su capacidad para presentar una voz única, unida y responsable. Europa existe hoy como actor económico, no como actor político internacional. Si los europeos se fijaran para sí mismos el objetivo de hablar con una sola voz, de tener un representante en el espectro de instituciones multilaterales -empezando por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas-, los tomarían más en serio.
En la era global, con el ascenso de las potencias emergentes y la relativa decadencia de Occidente, la única Europa que será tomada en serio es una Europa que pueda hablar y ser vista como una.
Dominique Moisi es profesor visitante de Gobierno en Harvard. © Project Syndicate, 2009. Traducción de Claudia Martínez.
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