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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Saldos de agosto

Manuel Rodríguez Rivero

Medio siglo no es nada: que se lo pregunten a la Barbie, la estupenda creación de Mattel que ahí sigue, tan estirada como ciertas conocidas mías que no han sabido envejecer (también tengo amigos que, como su novio Ken, no son dignos de sus arrugas). Cincuenta años cumplirá también (el 17 de agosto) Kind of Blue, la obra maestra de Miles Davis, el álbum más vendido (y con motivo) de la historia del jazz. Tuve suerte: como muchos de mis compatriotas que, tanto en viajes como en rebajas, practicamos the last-minute strategy, encontré a mitad de precio en el baratillo de esos grandes almacenes (los únicos, en realidad) el estupendo set conmemorativo del cincuentenario. Lo escucho repantingado en este sillón de orejtingado en este sillón de orejas, mientras evoco, sofocado de calor y sed, a las danaides, condenadas a acarrear continuamente, y por toda la eternidad, agua (espero que fresquita) a un tonel sin fondo. Si se saben comprender, las rebajas son una auténtica universidad y un irónico y (despiadado) comentario contemporáneo al ubi sunt barroco: allí, ofertados en el límite inferior del margen de ganancia, esperan comprador algunas de las "grandes apuestas" editoriales que patinaron en las librerías. Encuentro rebajado a 5,95 La sombra de Poe (2006), de Matthew Pearl, con el que Seix Barral intentó repetir en vano el éxito de El club Dante (2004). Seguirá en saldo a finales de agosto, cuando Alfaguara publique El último Dickens, del mismo autor, con una "gran campaña de marketing y comunicación". Alfaguara y Seix Barral, ya se sabe, se comportan desde hace tiempo como Tom y Jerry: examinando sus últimos catálogos saltan a la vista las numerosas piezas de caza que se han ido robando mientras competían por el mismo espacio en la mesa de novedades. Claro que Seix Barral, el rampante buque insignia literario de Planeta, va a por todas: ahí tienen la operación Vila-Matas, que debe de haber dejado a Jorge Herralde hecho unos zorros, justo cuando Anagrama celebraba sus 40 años. Y es que los aniversarios los carga el diablo, y los cuarenta son edad de crisis: a Cercas lo abdujo Mondadori justo cuando en Tusquets estaban soplando las velitas de las cuatro décadas. De manera que antes de comprar la tarta hay que pensárselo dos veces, que anda suelto mucho goloso con la faltriquera bien provista de billetes morados.

Éxodo

Ignoro si el furor lector que propician nuestras autoridades e instituciones servirá para animar a la lectura a ese 45,3% de españoles mayores de 14 años que declara no practicarla. Pero sí sirve, sin duda, para que se demuestre una vez más que la Naturaleza copia al Arte. Observo en el metro a un tipo disfrazado de Pijoaparte leyendo un fragmento de Últimas tardes con Teresa (Marsé) en el que se describe al hortera, uno de los textos elegidos por los editores y libreros de Madrid para su campaña anual Libros a la calle. Y en el viaje de vuelta me fijo en un sacerdote delgadísimo y con la camisa gris nevada de caspa confrontando su soledad sonora con la del texto del Cántico espiritual pegado junto a la puerta del vagón. El resto de los viajeros o no lee o está abstraído en su tomo de Larsson. Hoy empieza el último gran éxodo del verano, y estas alturas todo el mundo tiene comprados los libros que se llevará a su isla más o menos desierta, suponiendo que pueda irse. Y suponiendo también que haya adquirido alguno: el "barómetro" de los editores revela que ha descendido siete puntos porcentuales el número de españoles que compraron algún libro en el último semestre del año pasado. Y en lo que llevamos de éste las cosas no están para echar cohetes. En épocas de vacas gordas las compras librescas preveraniegas incluían una moleskine para tomar notas y sentirse Hemingway. La célebre (4,4 millones de referencias en Internet) libreta negra realizaba en las pequeñas librerías una función semejante a la de las máquinas tragaperras en los bares: redondeaba ingresos. Ahora ya no. Y encima, los libreros tienen que comprarlas en firme, de manera que las que no venden se las comen. En cuanto a la isla más o menos desierta, elijan bien su compañía literaria. Gilles Deleuze, a quien no le gustaba nada Robison Crusoe (en la que veía sólo una aburrida exaltación del trabajo y la propiedad burgueses) sostenía que cualquier lector sano de la obra de Defoe sólo espera que Viernes se acabe comiendo a su amo. No haga usted lo mismo, en un arranque de desesperación, con el libro elegido.

Editor

Hubo una época (mítica) en que los editores (casi todos hombres) exudaban glamour. Se les podía ver por la Feria de Francfort ataviados con el disfraz del oficio: americana de tweed, camisa Oxford, pantalón de franela, zapatos ingleses con suela de goma. Hablaban más de literatura que de dinero y gustaban exhibirse y alardear de su "cuadra". Los años ochenta y las compras y absorciones de los grandes grupos dieron al traste con aquel mundo pretendidamente angélico en el que el binomio cultura-negocio todavía se decantaba (al menos en apariencia) hacia el primer miembro. A los editores que vivieron el momento les gusta recordarlo en sus memorias, mientras presumen de sus trofeos de caza ("sus" autores) y de las copas que (con ellos) bebieron. Es lo que sucede también con Editor, de Tom Maschler, publicado en la estupenda colección Tipos Móviles de la editorial Trama, una serie dirigida por el polifacético Manuel Ortuño y consagrada a libros sobre el oficio de hacer libros. Maschler, que llegó a Jonathan Cape (de la que acabó siendo presidente antes de venderla a Random House) a finales de los sesenta, editó a varios premios Nobel (incluyendo a García Márquez, "el más grande de los escritores vivos") y bebió muchas copas con ellos (le gustan los borgoña de Vosne Romanée, vaya por Dios). Su libro, que se lee rápido y se olvida a mayor velocidad, refiere muchas anécdotas de los autores que conoció: de Doris Lessing o John Lennon a los "triunviros" (McEwan, Amis y Barnes) o Salman Rushdie. Suponiendo que Maschler hubiera tenido que publicar un libro semejante, probablemente le habría dicho a su autor que al relato le faltaba unidad, que las anécdotas no dejaban ver el bosque de los gigantescos cambios que en aquellos años tuvieron lugar, a escala mundial, en el comercio del libro. Y eso es lo que más se echa de menos en estas memorias demasiado "de nombres" (names dropping) de uno de los más conspicuos editores británicos de la segunda mitad del siglo XX.

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