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Reportaje:ventanas / San Petersburgo | viajes

FANTASMAS CON MÚSICA

Lo de llamar a San Petesburgo "la Venecia del Norte" es un error, pues la ciudad existe con sus canales y su melancólica equidad neoclásica porque el zar Pedro viajó a Ámsterdam y se quedó fascinado con sus posibilidades comerciales, la estética le daba igual. El caso es que por allá arriba andaban de paso unos arquitectos italianos, y ellos hicieron el resto. Ya en verano, ya en invierno, San Petersburgo ofrece dos siluetas muy distintas. La nieve se convierte en un elegante manto de silencio que modifica los colores y la percepción monumental, uno de cuyos hitos está en la Perspectiva Nevski, calle imperial, recta y con ilusión de infinita que desemboca en el gran cementerio, un sitio al que se puede ir por muchas razones, entre otras, por las tumbas de Chaikovski y de Marius Petipa, ese francés al que el ballet ruso le debe tanto, y donde no faltan zapatillas muy gastadas junto a claveles marchitos. Antes has debido pasar por los afrancesados Jardines de Catalina con su opulento monumento a la zarina. Si accedes a los parterres al atardecer, lo que se mueve entre los setos no son estantiguas, sino gente ligando.

Los tranvías chirrían. Es parte del lamento de una ciudad que ama el drama

Los tranvías renqueantes -hay que subirse y deambular por ellos- chirrían como parte del lamento de una ciudad que ama el drama y desemboca, tras la catedral, en el parque de las estatuas vigilado por el jinete de bronce (Pushkin le escribió un trágico poema de amor), entorno que recuerda inevitablemente a una Anna Ajmátova taciturna y llena de presagios. El latido de San Petersburgo es el de la gran poesía de Réquiem. El Neva tiene su propia vida y uno de sus fantasmas es una bailarina, que en los agitados años treinta apareció flotando una mañana en sus aguas lechosas: era amiga de los disidentes, de Rodchenko, de Maiakovski (sus graciosas, casi infantiles maquetas futuristas de cartón pintado están en el Museo Teatral: otra joya). Del otro lado del agua, impertérritos, los faros rostrales con sus columnas rojas y sus cascos de bronce parecen vigilar la hora de los puentes, que en las noches blancas siempre, a las dos de la madrugada, se alzan en un concierto que les da vida en una especie de danza. El paseo puede llevar al visitante hasta el gran palacete de Matilda Kshesínskaya (la bailarina favorita del zar, la que bailaba con las esmeraldas puestas), una construcción art déco con un curioso mirador, casi un púlpito, en el ángulo de la esquina: se construyó para que saliera a saludar a los balletómanos.

La música te llevará hasta el Teatro Mariinsky, pintado siempre de ese desvaído color manzana. Ese teatro es el Vaticano del ballet, su suelo es el mismo que pisó Pavlova, Nijinski y Nureyev; sus butacas las que apoltronaron a Diaghilev y sus elegantes amigos, lo que nos guía hasta la avenida del Arquitecto Rossi (un prodigio de columnata y pórticos) y a la Escuela Vagánova, donde el ballet es la religión de la enseñanza. Se oyen los pianos de las aulas y las risas de los niños, futuros bailarines clásicos. Cerca, el Canal de las Estatuas Egipcias, el mismo que ha salido en todas las películas y frente a donde vivía el Barishnikov estudiante.

Y si fuiste comunista y padeces nostalgia, vadea el río para añorar viejas gestas: allí está varado el Aurora como un decorado de cartón con tramos oxidados y con sus cañones para siempre dormidos. Un marinerito de azul fuma indiferente en cubierta.

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