EL GRITO
Al final de Fiebre salvaje, la película de Spike Lee que ofreció a medianoche del miércoles TCM en Digital +, el protagonista, un arquitecto negro acosado por la violencia, grita para romper las paredes de su barrio. El hombre caminaba creyendo que la vida podría ser otra cosa, y de pronto surge de la alcantarilla la evidencia de que esa violencia no acabará jamás. Y el hombre profirió un grito terrible, como si quisiera parar el mundo.
La vida es un grito. Se empieza siempre llorando y así llorando se acaba, dice José Alfredo Jiménez, el inmenso mexicano. La violencia que retrataba Lee es la que se produce en los barrios cercados por la droga y la desesperación. Los policías dicen que cuando entra la droga en la casa ya te puedes olvidar de la casa. Y lo que pasaba en Fiebre salvaje tiene que ver con esa obturación de la esperanza.
La otra violencia, esta que cultiva la inteligencia malvada de los canallas, se parece a la violencia que genera la droga. Hoy mismo esos canallas conmemoran un aniversario que parece que les ha afilado la mirada azul sangre. Han reptado desde el lugar en el que son más ciegos los reptiles, y más letales, y se han parapetado en medio de la paz del sol y del verano y han arrojado su detritus contra la sangre de los inocentes. Y no consiguieron una matanza porque la casualidad a veces protege a los hombres.
Al segundo intento hicieron llorar. Lo pretenden; pretenden que la desolación sea el protocolo que siga a sus fechorías. A mediodía, en los informativos de la televisión, había como un estupor pausado, la antesala del asco: otra vez, estos tipos otra vez. Esas cosas no se dicen con palabras. Flaubert hablaba de la araña negra del hastío. Eso producen, y ante eso sólo cabe el grito, como ese aullido con el que acaba Fiebre salvaje. Un grito, y que se limpie el aire para siempre.
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