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AL CIERRE
Columna
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Palomitas

Añoro a los acomodadores, vencido como me siento por los espectadores que no sólo convierten la sala en una pocilga, sino que hacen ininteligible la película. Me parece bien que se atienda al cliente en ventanilla y también que su paso esté flanqueado por trabajadores que cortan las entradas. Y acepto que se vendan palomitas, refrescos y golosinas que ayuden a pasar el rato hasta que empieza la proyección. El negocio exige medidas comerciales que aparentemente parecen contraproducentes y, en cambio, acaban por ser familiares. Ninguna figura me resulta, en cualquier caso, más entrañable que la del acomodador.

A mucha gente le parece normal que desde siempre se hayan vendido palomitas en el cine, de la misma manera que se comen pipas en el fútbol. Al fin y al cabo, hubo un tiempo en que ir al cine era como un ritual o una rutina que no necesariamente dependía de la cartelera. A veces era el mejor sitio para resguardarse del frío y descansar tras un exigente partido, una alternativa a la sala de baile y el escenario perfecto para que los novios se metieran mano. Nada estaba reñido con la posibilidad de comer palomitas. Y si además la película resultaba interesante, mucho mejor, pues entonces sólo había que tener suerte con la butaca, más que nada porque delante siempre se sentaba el cabezón de turno o la señora salida de la peluquería.

Acostumbraba a haber un orden natural en la sala, de tal manera que cuanto más se alejaba uno de la pantalla, menos le interesaba la proyección, y cuando alguién rompía la armonía, aparecía el acomodador para devolverle a la calle. Ahora, en cambio, hay espectadores que acampan en la sala como si estuvieran de cámping, cuando se supone que la gente ya no necesita ir al cine, sino que va a ver una película. El problema no son las palomitas ni la coca-cola, sino el ruido que arman quienes las consumen como si estuvieran en el sofá de casa ante el televisor. Una vez que el espectador le perdió el respeto a la niña que pide silencio antes de la proyección, aunque sea porque desde hace tiempo dejó de ser una niña, convendría recuperar al acomodador a fin de que advirtiera de que para ver una película no alcanza con apagar el móvil. La última vez que fui al cine para ver un filme recomendado me tocó sentarme al lado de una chica que se sacó una fiambrera con una tortilla de patatas. Habría pagado por poder llamar al acomodador y ofrecer una escena que habría sido mejor que muchas de la película.

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