_
_
_
_
LECTURA

'No hay nadie en casa'

Literatura y geopolítica se entremezclan en este agudo análisis de la escritora croata Dubravka Ugrešic, que refleja las curiosidades, contradicciones y paradojas del mundo actual

Derecho a la infelicidad

Los hombres han inventado diversas formas verbales y no verbales de socialización. Los italianos se besuquean sin cesar. Los americanos hacen su famoso hug, el abrazo de oso con palmaditas a la espalda. Los holandeses se besan tres veces en la mejilla. Por ese motivo, a un holandés casi lo matan una vez en Zagreb. Creían que era serbio. Porque los serbios se besan tres veces, y los croatas, sólo dos.

En la socialización no verbal, la gente utiliza la boca, las manos, los ojos, en algún lugar la nariz, en otros, cuentan, incluso los dedos de los pies. En la socialización verbal, los más amables son los americanos: siempre están fine, y sus días siempre son nice. Los holandeses preguntarán primero dónde tienes la bicicleta, y si no tienes te aconsejarán cómo hacerte con una. Porque sólo la vida con una bicicleta puede denominarse normal, el resto es una miseria. Los orientales, árabes, indios, chinos te preguntarán enseguida si estás casado, cuántos hijos tienes, cuántos hermanos, si viven tus padres y cosas similares. A los orientales lo que más les interesa es la situación familiar. En el arte de una breve conversación banal (small talk), los mejores, según parece, son los ingleses, mientras que los rusos son los campeones absolutos en las charlas maratonianas repletas de humo y efluvios de alcohol.

Los ex yugoslavos han desarrollado durante siglos la sensibilidad por la infelicidad. Lo tienen en los genes

Los peores son mis paisanos, los ex yugoslavos. En las calles de ciudades extranjeras se les reconoce enseguida. Acechan ceñudos el entorno, se mueven con cautela, dispuestos a defenderse igual que si estuvieran en la selva, igual que si detrás de cada arbusto los estuviera esperando una cosa espantosa. Mis paisanos son gente que en la sala de espera del dentista abren la mandíbula y se enseñan unos a otros las caries. Gente que en las salas de espera del hospital son capaces de despechugarse, quitarse la camisa y los pantalones para enseñarse unos a otros las cicatrices de la operación y demostrar que las propias son las peores. Cuando se les pregunta: "¿Cómo estás?", mis paisanos suelen responder: "¡Mejor no preguntes!".

Lo más que se puede obtener de ellos es: "Así, así, podría ir mejor".

A menudo pienso que estos paisanos míos no son personas, sino calamares con forma humana: basta que los toques para que suelten la tinta. (...)

Mis paisanos son gente que durante siglos ha desarrollado la sensibilidad por la infelicidad, lo tienen en los genes; en efecto, la infelicidad se ha introducido en el idioma coloquial como expresión de la mayor felicidad. Cuando le preguntas a una joven madre cómo duerme su hijo recién nacido, ella responderá con ternura: "Ya ves, ¡duerme como si lo hubieran degollado!". En otros entornos, los niños duermen como "angelitos", y en mi antiguo entorno duermen como "degollados".

Mientras otras sociedades tienen en sus paquetes ideológicos un apartado dedicado al derecho de los ciudadanos a la felicidad personal, mis ex paisanos han luchado por lo contrario (y lo han conseguido), el derecho a la infelicidad personal.

Todos los veranos me acerco al Adriático bello y azul. En lugar de descansar, escucho pacientemente los informes habituales sobre el nivel de las aguas de la infelicidad local. (...) Todos los veranos, ya digo, corro en busca de una dosis de infelicidad. Me he convertido en adicta. Pago caras las caballas congeladas por las que se deslizan las moscas locales y bebo vino ácido sólo para hartarme de oír el quejido local.

Todos los sábados llamo a mi madre. Los sábados son constantes. Sólo las ciudades que veo por la ventana mientras telefoneo cambian: Nueva York, Amsterdam, Boston, Berlín...

-¿Sabes quién se ha muerto? -me pregunta mi madre plácidamente.

-¿Quién? -pregunto yo con la misma placidez, contagiada por el tono materno.

-La anciana señora Sušek... ¿Y sabes que Peri ha sufrido una apoplejía?

-No, ¿cómo iba a saberlo?

-Bueno, no se ha muerto, pero le han quedado graves secuelas.

Y con Peri me tranquilizo hasta el sábado siguiente.

Ostalgia

La memoria a veces se parece a un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, a los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe nuestra historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, la arqueología del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es una guardiana precisa de nuestro recuerdo más íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta y más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares. Porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien.

Con la caída del sistema en los países de Europa Oriental fue desvaneciéndose poco a poco la cotidianidad a la que los habitantes de estos países, sin saberlo, se habían acostumbrado. Hoy día, poderosas cadenas comerciales occidentales, de manera lenta pero segura, pueblan el Este. (...) La mercancía occidental desbanca lentamente a los productos nacionales que con su diseño comunista divirtieron durante años a los turistas y visitantes occidentales, mientras que para los consumidores domésticos eran fuente de frustración.

En Amsterdam, en el club de refugiados bosnios, ubicado en una nave industrial, bulle la vida ilegal. El espacio es la réplica de un refugio antiaéreo improvisado. En las paredes cuelgan recortes de periódicos, un mapa pequeño de Bosnia, pero también un paisaje esloveno y una marina dálmata. (...) La Ostalgia, un sentimiento complejo, por lo general no se satisface con la reconstrucción de réplicas de nuestros hogares abandonados en Europa Oriental. El encuentro con la réplica suele provocar una mezcla confusa de desprecio, estupor, descontento, asombro, dolor: quién sabe todo lo que se agita en las almas traumatizadas de los exiliados. (...)

No hace mucho estuve en Berlín. (...) Primero fui a un negocio judío-ucraniano, comí un borsch kosher; luego, en una especie de taberna rusa improvisada, me harté de comer pelmeni rusos, y encendí una papirosa picante Belomor. En mi estantería de Amsterdam, junto con los libros, se pavonea ahora un souvenir de Berlín, un ejemplar prehistórico, Sguschiónnoye Molokó, una lata soviética de leche condensada, denominada cariñosamente Sguschionka, algo así como condensadica.

Mientras escribo estas líneas paladeo uno de los últimos caramelos de fabricación soviética, los Krásnaya Shápochka. A duras penas logro tragar una masa pegajosa con sabor a chocolate. Me siento como un ilegal. Con el caramelo satisfago la nostalgia. Aunque en realidad no tengo claro de qué.

No hay nadie en casa, de Dubravka Ugreši?c. Editorial Anagrama. Precio: 21 euros.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_