Tango (o lo que demonios sea)
Si tiene ganas de asistir a una discusión entre dos argentinos, pregúnteles por el tango electrónico. Tal vez exageremos. Para que dos porteños se enzarcen en una disputa dialéctica basta con sentarlos a la misma mesa y dejar que el polemista vocacional implícito en su secuencia de cromosomas desarrolle elementos propicios para la fricción. En cualquiera de los casos, la religión tanguera cuenta a orillas del Río de la Plata con no menos devotos que la Santa Madre Iglesia, así que cuantas modificaciones puedan plantearse en torno al género siempre son susceptibles de plantear gravísimos cismas en el seno de la parroquia.
Hasta hace no demasiados años, los tangueros se repartían en dos grandes congregaciones: los partidarios del irrepetible Carlitos Gardel y quienes dedican sus mejores plegarias a venerar el espíritu del maestro Piazzolla, don Ástor. El primer colectivo siempre fue el más numeroso, por canónico y esencial, pero negarle un mérito gigantesco al autor de Adiós, Nonino sería del género idiota. Así pues, ambas facciones aprendieron a convivir entre miradas de recelo y desdén, convencidos respectivamente de la bondad de sus credos pero dispuestos a reconocer, siquiera en la intimidad, algún mérito al antagonista.
Y en ésas llegaron los Gotan Project, grupo sobrevaloradísimo pero transgresor, y se armó el belén. Los guardianes de la escolástica se rasgaban las vestiduras mientras la chavalería guardaba cola para verlos en la Avenida Corrientes. "¡Eso no es tango, pibe!", gusta de exclamar Acho Estol, líder de La Chicana, mente preclara local. Y argumenta: una hamburguesería, por mucho que en el Lejano Oriente la inauguren con forma de pagoda, siempre expenderá comida basura.
Bajofondo Tango Club agrava desde hace seis años la confusión terminológica y el acaloramiento del debate. Ahora se hacen llamar sólo Bajofondo, pero el nombre sigue resultando equívoco. Su electro-tango, o tango-tecno, o lo que demonios sea, no proviene de ningún suburbio. Muy al contrario, tiene vocación urbanita y hasta abiertamente cosmopolita.
Santaolalla atesora dos Óscars (por Brokeback mountain y Babel), Campodónico produce a Drexler y Casalla está al frente de El café de los maestros. Son musicazos, pero no siempre queda claro a qué juegan. Acaso ellos mismos aún tengan pendiente la respuesta a ese dilema. Mientras lo resuelven, derrochan una vitalidad que huele a pose, aplauden al público al final de cada tema y se jalean entre ellos como si a cada rato Maradona le hubiera endosado otro gol a los ingleses. Gustavo pasa medio concierto brincando como un canguro y hasta el asistente técnico, desde el extremo, ejerce de bailarín dislocado.
Aceptaríamos toda esta desmesura si tuviera un componente autoparódico, pero queda la duda de si no será narcisismo en estado puro. Cuando Santaolalla define su propio invento como "un grupo tan inusual", cabe sospechar de la segunda opción como la más atinada. Y eso que algunos momentos, como el desmadre de milonga, rap y scratch en Miles de pasajeros, acaban intrigando de puro excesivos.
A ratos demostraron ser instrumentistas magníficos, pero a partir de Grand Guignol se entregaron al chunda-chunda sin paliativos. Al público, jovial y con amplia representación del cono sur, no le quedó más remedio que despepitarse. Pero para montar una rave, a estas alturas, tampoco hace falta dárselas de tan sofisticados.
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