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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Aunque me quieran menos

Elvira Lindo

Un hombre muerto por un toro en Pamplona. Éste era el titular que la actualidad española le arañaba a The New York Times el 10 de julio. Hubiera preferido que fuera sobre otro asunto, porque lo que aquí es un suceso reseñable, allí, aislado como única información sobre nuestro país durante días, nos convierte una vez más en el país de toreros, pasión y muerte que a algunos tanto les gusta. El estereotipo, sí, señor, que no siempre responde a la realidad; alguna vez habría que contabilizar la cantidad de españoles que comparten el entusiasmo por la sangre taurina o la diferencia entre el número de mozos (por emplear la palabra fiestera) que consideran que correr delante de un toro es una experiencia romántica y los que no le encuentran la gracia. De cualquier manera, aunque sospecho que es un arte en decadencia, pese a sus últimos y vistosos coletazos a los que la prensa contribuye con fervor, me daría igual que se tratara de una afición de masas, podría vivir, como en tantas otras cosas, sabiéndome en minoría. Esta semana expresé en público mi convencimiento de que el hecho de que una noticia taurina acapare el espacio que durante unos días un periódico como el NYTimes dedica a España contribuye a perpetuar el tópico español. Un profesor de universidad me quiso explicar que para los americanos San Fermín tiene una connotación literaria especial, o sea, los viajes de Hemingway y blablablá. Mi defecto es la impaciencia y cuando se me informa de lo que ya sé me impaciento. Mucho. Visto con perspectiva y dadas las consecuencias habría preferido que Hemingway hubiera elegido para su aventura vital otro país menos exótico. O que no hubiera viajado tanto. Como habitante parte del año del país de don Ernest, los estereotipos me afectan, me cargan. ¡Y son tantos!, que pretender acabar con ellos es como irse con un matamoscas al campo. Pero de qué me quejo. Nuestras ideas sobre el pueblo americano no vuelan más alto que las que expresaba Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall ("¡el americano, ese pueblo noble pero ingenuo!"), la única diferencia es que Don Pepe representaba en aquella película a una España empobrecida y postergada y ahora, el mismo topicazo envuelto en palabrería, puedes leerlo en cualquier columna de un periódico. Sin ir más lejos, cuando hace unos días la prensa mundial se puso de rodillas ante la muerte de Michael Jackson yo andaba brujuleando por las calles de Nueva York; inevitablemente, dada la entrega mediática de las televisiones a la estrella del pop, las impresiones sobre ese espectáculo surgían en cada conversación que mantenía con mis conocidos americanos; ellos se revolvían ante la idea de que se considerara que el pueblo americano estaba volcado en el show. Grotesco, era la palabra que más repetían. Así que mientras a través de Internet yo leía y escuchaba a los medios españoles analizando el duelo de América por el gran Jacko, mientras se realizaban lecturas sobre el hecho de que el presidente Obama hubiera tardado tanto tiempo en hacer declaraciones públicas sobre el cantante, mientras se retransmitía el singular funeral, yo no paraba de escuchar de bocas americanas su hartazgo y su indignación por la beatificación de personaje tan discutible. ¿Estoy hablando de una minoría arrogante, ajena a lo popular? No, no, eran personas normales, como usted, como yo. Eso sí, con cierta capacidad crítica como para no dejarse avasallar por esos aludes informativos que, de vez en cuando, a cuenta del entusiasmo histérico que provocan un libro, una película o un muerto parecen querer impedirnos disentir de la emoción de las masas. ¿Somos minoría? No lo creo, son los medios de comunicación los que convierten la sensatez en una actitud minoritaria. En mi última mañana manhatteña, mientras me desayunaba un delicioso bagel recién hecho, escuchaba en la radio pública americana una tertulia sobre el show funerario. En ella, una serie de personas, con serenidad pero sin ningún temor a la disensión, analizaban el interminable duelo global: desde las populistas palabras del reverendo Al Sharpton, "¡le llamaban raro pero más raros son los que se lo llamaban!", hasta la exposición mundial de esa niña que hasta ayer mismo había salido a la calle con una sábana en la cabeza. Y afuera, en la calle, recordaban, esos centenares de histéricos lagrimeando antes las cámaras y dejando mensajes con ositos de peluche, como ya hicieran las masas en el primer entierro globalizado, el de la princesa Diana. Un contertulio iba más allá y se preguntaba con humor, "¿podría uno llegar a afirmar, sin temor a que le agredan los hooligans del sufrimiento, que no le gusta Michael Jackson?". Fue una manera gloriosa de empezar el día. Me sentí tremendamente acompañada por esa mesa redonda de personas sensatas. ¿Son minoría? ¿Somos minoría o nos reducen a minoría a la fuerza? Pero más allá de este bálsamo que representa para cualquiera escuchar a personas que se distancian de las peligrosas emociones colectivas, me dije, una vez más, que hay que esforzarse por escribir lo que honestamente se piensa, aun a riesgo de que ustedes algunas veces me quieran un poco menos. Ese riesgo va incluido en el sueldo.

Los estereotipos me cargan. ¡Y son tantos! Pretender acabar con ellos es como ir con un matamoscas al campo
Hay que esforzarse por escribir lo que honestamente se piensa, aun a riesgo de que te quieran menos

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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