La Rambla del Raval
El Raval bien puede llevar a una concejal a la depresión. El barrio desborda cualquier disposición al diálogo blando, ese que da vueltas alrededor de las cosas, tantas que cuando llega el momento de hacer algo ya es tarde. La realidad siempre puede más. Sobre estas mismas realidades, en 1913 Gabriel Alomar -lúcido y progre- escribió La cançó dels barris baixos, y si no dijo que fuera una canción triste es porque no veía la tele.
Es cierto que los jóvenes y los turistas se han apropiado del Raval como espectáculo. El barrio está lleno de antros, cafés, bares, restaurantes, tiendas, espacios, músicas, mezclas, con ese punto de exotismo canalla que no lo abandona ni a las puertas del hotel de lujo que lo atalaya. Pero la realidad se impone: media población del Raval no sale nunca del Raval. Exactamente como antes de la reforma, pero ahora otras gentes. El Raval es un callejón tapiado. Un callejón excitante y dinámico, con vida propia, pero al mismo tiempo sucio, desgobernado, excesivo, peligroso en las esquinas nocturnas, plagado de miseria y esperanza, de vómitos y orines, de expectativa y de buena vida, de locos y de putas, de amistad y odio, de recelos y opresiones. Plagado de vida en el sentido amplio y duro de la palabra.
El Raval es un laboratorio de convivencia urbana entre contrarios, pero estos contactos se producen, como manda la química, entre las órbitas exteriores, las más sensibles, de cada uno de los mundos que se rozan, autóctonos o inmigrantes. El resto se ignora. Cuando, siguiendo la voluntad colonizadora preconizada por el Ayuntamiento, parejas progres se instalan en el Raval, no resisten en el barrio más allá de dos, tres años. Las reglas del Raval no son las de Barcelona. El Raval es estimulante y hasta mágico, pero es también una mierda.
El Ayuntamiento habla del Raval con buenas intenciones, esquivando la realidad: habla más del visitante que del habitante. Habla de un modelo que no existe. Un detalle: al enorme espacio central lo bautizaron como Rambla sin darse cuenta de que los tránsitos, en el Raval, van en otra dirección: que estaban haciendo una plaza. Nadie había ido a mirar cómo y hacia dónde se movía la gente.
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