Como quien bisbisea una oración
"¿Pero este hombre no era el de Walk on the wild side?". El caballero de las primeras filas al que, casi entre dientes, se le escapan estas palabras apela más al sarcasmo que a la irritación. Ya se veía venir que lo de anoche no sería la ocasión más propicia para reencontrarnos con el lado salvaje de Lou Reed, con la mistificación del pecado y la vida al filo que rubricó en sus años esplendorosos, cuando entregaba canciones peligrosas como puñales: Vicious, Heroin, el legado de la Velvet Underground. Pero el autor de Berlin suma ahora 67 primaveras, se ha aficionado a la práctica diaria del taichi y tiene, por lo visto, más cuerpo para la lírica que para el guitarreo desaforado.
LAURIE ANDERSON Y LOU REED
Laurie Anderson (voz, violín, teclados, sampleados), Lou Reed (voz, guitarras, efectos), Sarth Calhoun (electrónica). Veranos de la Villa, escenario Puerta del Ángel. De 45 a 60 euros. Casi lleno (2.000 espectadores).
La tormenta distorsionada con la que arrancan Dorita y este espectáculo conjunto, The yellow pony and other songs & stories, no es, pues, más que un espejismo. Como el de I'll be your mirror, un clásico con 43 años de historia que le sirve a la pareja para echar el telón, dos horas más tarde. Entremedias, mucha vanguardia neoyorquina, electrónica experimental, oscuridad poética y la palabra hablada de Laurie Anderson. Los entendidos lo llaman spoken word para que sepamos que, además de tendencias contemporáneas, también entienden el inglés.
Irrumpen en escena estos extraños cónyuges de negro riguroso, serios y envarados como espátulas, sin interés alguno por otear el aspecto que presenten las gradas. Con matices. Anderson no es que llegue a ser cordial, pero su leve esbozo de sonrisa la convierte, si la comparamos con su marido, en firme candidata a El club de la comedia. Porque Reed se mantendrá hierático toda la noche, entre el ensimismamiento y el desapego hacia el prójimo. Su bagaje personal se diría no tanto de rockero como de profesor de filosofía de la corriente existencialista.
Como el contenido importa esta vez bastante más que el tenue continente, la pareja tiene el acierto de subtitular todos sus textos en una pantalla. La suya es una endiablada poética surrealista, oscura y turbulenta, el triunfo de una lírica alucinógena ("La rabia recorre las calles junto al río maloliente. / La calle viscosa se pone frenética") que retrata una ciudad pesadillesca. Sólo se distinguen zombies, peleles y enamorados en conflicto, mientras las patrullas de limpieza aplican zotal en unas aceras impregnadas de masa encefálica.
No es una experiencia cómoda, francamente. Hasta el tema más popular, Pale blue eyes, emerge en una lectura al borde de lo irreconocible, como una nana tenebrista que la niñera Rebecca de Mornay agradecería para engrosar su repertorio. Entre los dos protagonistas, Calhoun agita su melena hippy mientras dispara los secuenciadores. Son sólo potenciómetros y demás botoncitos, pero a ratos se contorsiona como si se trajera un Stradivarius entre las manos.
Hay momentos, sin duda, inquietantes. Reed desempolva Romeo had Juliette y su compinche distorsiona hasta lo grotesco la voz en Beginnings, el texto de ironía más devastadora. El público, absorto entre el parpadeo de la pantalla y la letanía de los oficiantes, contiene el aliento como quien bisbisea una mágica oración. Y en estas cuestiones de fe, no hay razón que valga.
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