Sssh, sssh...
Solo en casa, desperté en medio de una pesadilla, bañado en sudor y con la absoluta y estremecedora certeza de que corría un gran peligro. Era esa hora espantosa, entre las tres y la cuatro de la madrugada, en la que no hay redención posible y en la que transcurren los relatos más terroríficos de Stephen King. Reinaba un impresionante silencio, amenazador. Me asomé cuidadosamente fuera de la habitación y lo que vi me hizo echarme a temblar: la tapa del terrario estaba abierta.
Cerré inmediatamente la puerta del dormitorio y tratando de refrenar el pánico que como una bilis amarga amenazaba con ahogarme analicé la situación. Di por hecho que la serpiente había escapado, pues buena es la tía como para dejar pasar la oportunidad. Así que por ahí andaba, arrastrando maliciosamente su escamoso cuerpo sobre el parqué, entre las zapatillas abandonadas de mis hijas, probablemente resentida por el tiempo que llevaba sin comer: sssh, sssh. Dios, no debí haber indultado al último ratón en un arrebato compasivo absurdo. Maldije: ¡no podíamos tener un canario como todo el mundo! Me tranquilicé recordándome que una culebra de poco más de un metro no podía comerme. Morderme, eso sí. Gemí para mis adentros. Pero no podía dejarla suelta, campando a sus anchas. Qué diría la señora de la limpieza, que ya se molesta si no recoges la ropa. ¿Y si el ofidio se metía en el baño? Fue uno de esos momentos terribles en los que te das cuenta de que debes asumir sin remedio un deber para el que la naturaleza, dotándote de un valor insuficiente, no te ha preparado en absoluto. "¡Coraje!", me animé por lo bajito, no fuera a revelar mi situación a la serpiente.
Pasé revista a mis opciones. Estaba descartada una acción directa, mi rival siempre sería más rápida y decidida. Armas: guardo el oxidado Smith & Wesson de mi abuelo en el cajón de los calcetines, pero lleva dos generaciones descargado; la bayoneta japonesa está en el salón, el cuchillo gurkha en préstamo... ¡el florete de esgrima!: lo guardo bajo la cama, nunca se sabe. Convenientemente armado, me puse los pantalones -dignidad ante todo- y cogí aire. No podía retrasarlo más. Crucé la puerta con una resolución que estaba lejos de sentir y me adentré en el peligro para vivir, como si estuviera en la jungla, una tremenda aventura.
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