La fricción
A veces las discusiones pueriles tienen un punto de grandeza. Desde hace siglos, la pelea de los artistas por delimitar el lugar que el público ocupa en su trabajo es casi una lucha entre gigantes y cabezudos. Hace años un superejecutivo de televisión me dijo: "Estoy harto de esos directores de cine que van de autores y no se cansan de repetir en las entrevistas que hacen cine para ellos, que no piensan en el público, que sólo quieren hacer la película que ellos querrían ver. Podrían aprender de una maldita vez de los directores de Hollywood". Esa misma mañana, me compré el periódico y aparecía una extensa entrevista con Clint Eastwood. El titular era el siguiente: "Sólo ruedo la película que me gusta a mí".
La apasionante fricción de un artista con el público es un asunto sin final. Luis Buñuel siempre contaba que acudió a la primera proyección parisiense de Un perro andaluz con los bolsillos llenos de piedras para lanzárselas al público si mostraba rechazo.
Los periodistas se empeñan en plantear siempre a un novelista o a un cineasta la misma pregunta imposible: "¿Cómo surgió la idea?". Las ideas no surgen, es más, un tipo con ideas debería estar perseguido por la policía municipal. Lo que sucede es el encuentro de un cúmulo de elementos que producen la explosión de una idea. Es curiosamente otra fricción, anterior a la del público con la obra, de la que nace casi todo lo que viene después. Una cerilla para encenderse no basta con ser frotada, puede frotarse sin descanso contra una bola de plastilina y no sucederá nada, necesita una superficie rugosa. Un caso bastante esclarecedor es cómo nació la idea de la novela corta Pobre, paralítico y muerto, que luego el propio Rafael Azcona transformaría en el guión del El cochecito, una de las películas míticas de Marco Ferreri. Azcona contaba que en un semáforo de la Castellana vio detenerse a un grupo de minusválidos en sus carritos motorizados que salían de ver el partido de fútbol del Bernabéu. Uno de ellos, sin movilidad en las piernas, les decía a los demás: "Pero habéis visto esos jugadores, no valen para nada. Están hechos unas birrias. Ni corren ni nada. Son unos mataos".
Una escena tan corriente sólo entra en fricción con la persona exacta, cargada de poder de observación, años de intemperie a la humanidad, a la sociedad española, que de allí obtiene nada menos que el germen para levantar la historia de un anciano que cae en la desesperación porque ve cómo su mejor amigo impedido de las piernas se compra un cochecito, que disfruta en excursiones y salidas, y a él en cambio su familia, porque lo considera un capricho senil, se lo niega. En Azcona la conclusión es una película gloriosa; en otras manos sería quizá un engorro.
Todo el mundo conoce casos de artistas excelsos rechazados por el público. El tiempo les ha dotado de un aura mítica. Son los héroes del fracaso, frente a los que abusaron sin piedad de su don para la popularidad. El error consiste en hacer teorías artísticas a cuenta de los resultados. Lo que importa considerar es el grado exacto en que una obra se beneficia de la amenaza de someterse al espectador. El esfuerzo que han hecho grandes incomprendidos por ser asequibles, así como el rencor visceral contra el público que tiñen ciertas obras son entrañables. Pero si se mira con la suficiente falta de prejuicios, es fácil encontrar que casi siempre las mejores obras de la cultura están llevadas a cabo por un autor que se siente rey, dueño y dictador de lo que ha puesto en pie, pero que no ha perdido nunca de vista la finalidad del esfuerzo: ser comprendido, disfrutado, enriquecido por la mirada del otro. En mi vida he conocido a dos o tres genios y todos ellos tenían un par de rasgos en común: hacían más preguntas de las que respondían y seguían rumiando las razones de por qué algo que habían hecho no había gustado a la gente.
Artista y público no están tan lejos de perro y amo. Si uno se para a mirar por la calle encontrará a gente que pasea a su perro con la correa tensa, sin permitirle al animal un arranque propio, un despiste. Pero también verá a otro perro que arrastra al amo sin rumbo, que le obliga a parar mientras olisquea y a apresurar el paso cuando le conviene. ¿Quién es quién? ¿Qué más da? Lo importante puede que sea sencillamente el paseo. Me excuso por sugerir que el público pueda ser un perro, en esta época donde sólo vale adular al público para sacarle su dinero. Como rectificación propongo otra imagen: un pájaro no podría volar sin aire. Tampoco vuela una película o un libro o un cuadro sin ojos que lo miran.
Por eso toda crisis de público es crisis de la creación. Desaparece uno de los dos polos de la fricción, dejando a la intemperie la obra que no tiene contra quién frotarse. Por eso también, los grandes artistas que han llegado a la conclusión de que el público es un penoso accidente, infantilizado y despreciable, han producido sus peores obras, fruto del capricho, el ombliguismo y un preocupante narcisismo autoindulgente, cuando se han negado a la fricción. No digamos ya cuando esta actitud es la marca de fábrica de los mediocres, caen en el extremo contrario de aquellos que perseveran en una carrera cuya única motivación es ir lamiendo el culo de quien les hace exitosos.
Toda dependencia es empobrecedora, pero toda tensión es enriquecedora. De ahí que las ayudas estatales a la creación provoquen a menudo lo contrario de lo que buscan: gente incapaz de comunicar, porque comunicar ya no es preciso, basta con pasar por la ventanilla con cara de artista circunspecto. El público, al otro lado, es esa lija tan inoportuna, molesta y caprichosa. Pero que a veces reserva la caricia más tierna para el perro más desesperado.
El equilibrio perfecto consistiría en mantenerse alejado de dos falsos amigos: la autoindulgencia y el rencor. Alguien tan poco sospechoso de seguir durante su carrera los dictados del mercado como Ingmar Bergman siempre admitió que un cineasta no debía despreciar a su público: "Son el elemento que te paga la existencia. Si me expresara de un modo con el que la gente no entendiera, me estaría cortando la nariz y escupiéndome en la propia cara. No soy de los que creen que lo minoritario o lo que no se entiende es necesariamente mejor, como piensan tantos escritores o directores de teatro modernos". Eso sí, nunca está de más salir de casa con el bolsillo lleno de piedras.
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