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Columna
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Queridos átomos

Resulta que fumar es peligroso para la salud propia y ajena. Y viajar en coche sin cinturón de seguridad, algo completamente irresponsable. Beber una copa antes de conducir, prácticamente es un delito. Tirar una botella vacía en el monte y en pleno verano, simplemente es una canallada. Sin embargo, plantar una central nuclear en nuestros alrededores es beneficioso para todos y explotarla como negocio más allá de los límites para los que fue construida, casi es un deber cívico en los tiempos que corren. Resulta difícil explicar el cambio de sensibilidad que hemos sufrido en los últimos veinte o treinta años, desde aquellas movilizaciones pacifistas, antinucleares y ecologistas, que a veces eran un poco irritantes por su insistencia y radicalismo, hasta llegar a esta aceptación fatalista del riesgo con tal de mantener a cualquier precio el nivel de vida, el puesto de trabajo o los beneficios privados y colectivos. Hace unas décadas había menos abundancia y nos asustaba el riesgo, ahora lo arriesgamos todo con tal de mantener el bienestar conseguido.

Bastaría con pasar en televisión un documental sobre el accidente de Chernóbil para refrescar la memoria y recordar que no es un hecho de la prehistoria. Decenas de muertos, miles de afectados y una valoración final de muertes por radiación que todavía se desconoce. Y aún así, tardaron casi quince años en cerrar definitivamente la central, seguramente había algún informe que certificaba más años de vida útil. Me aseguran que este argumento es infantil porque los expertos, siempre los expertos, dicen que eso no puede volver a pasar. Estoy convencido, eso no ocurrirá de nuevo porque casi nunca ocurre lo mismo, siempre pasa otra cosa, desgraciadamente igual de mala o peor. Mucho antes, también Fraga garantizaba la normalidad bañándose en Palomares, toda una garantía. Entre el realismo de Fraga y la ficción de Jack Lemmon en la película El síndrome de China, me produce más confianza este último.

La verdad es que parece que estamos sufriendo un regreso al pasado, es como si volviéramos al principio aunque de otra manera. Todo vuelve a encajar en las viejas formas. El espionaje vuelve a manos del Ejército, como debe ser. La educación está cada vez más bajo el manto de la Iglesia, que allí fue donde surgió y debería haber seguido. Los enfermos y dependientes, al margen de las leyes que intentan eliminar las barreras sociales, económicas y políticas para que tengan una vida independiente, vuelven a ser cuidados por la mujer, es decir, por la madre, o sea, la familia, porque el núcleo familiar es la parte central del átomo que contiene la mayor porción de masa social, como siempre hemos sabido. Nos faltaba el otro átomo, el físico, como base fundamental de la energía para que todo encaje en una armoniosa correspondencia. Estarán de acuerdo en que el panorama que se avecina es un auténtico paraíso para el nostálgico, si no fuera por esos puñeteros escalofríos que produce.

Algunos pensábamos que lo que estaba de moda eran las células madre, la genética, la biomedicina y la informática, que bastante riesgo tienen ya en sí mismas. Es decir, lo propio de una sociedad de servicios que pretende facilitar hasta el absurdo el bienestar de los demás y las relaciones sociales. La destrucción del átomo pertenecía al pasado, a la vieja sociedad industrial, al conflicto, la guerra y la explotación. Superada la física entrábamos de lleno en el mundo orgánico, en el mundo de la vida. Pues no, queridos átomos, viejos amigos, otra vez con nosotros.

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