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Columna
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Cortes y confección

A caballo de la mayoría absoluta, el PP valenciano lo ha tenido muy claro desde que asentó su hegemonía: ha convertido las Cortes valencianas en la sede de su propia y exclusiva soberanía. Quizá en algún discurso florido evoque o apele a la soberanía popular, pero es mero artificio. Se vale de la polisemia del término para sugerir que habla del pueblo cuando en realidad únicamente cuenta la voluntad del partido. Eso le ha permitido controlar la institución y su dinámica parlamentaria tal cual se maneja un guiñol en el que sus personajes responden o son acallados por impulsos ajenos, arbitrarios y a veces patéticos, cuando no risibles, cual es el caso de la actual presidenta, Milagrosa Martínez, un juguete sin criterio en manos de Rafael Maluenda, el astuto malandrín que la mueve.

Ninguna fórmula más eficaz para tener bajo férula la crítica y fiscalización de los partidos y grupos opositores, a los que no se les ha dado más cuartel que el mínimo necesario para mantener la ficción de que la Cámara es plural y está viva. Se trata de una perversión democrática, pero nunca se ha visto que a la derecha, al menos a ésta que nos gobierna, le haya preocupado mucho tal reproche. A la derecha le interesa tanto la democracia como a los taurófilos la sociedad protectoras de animales. Lo suyo es el poder y las recetas para conservarlo, arte u oficio en el que se ha revelado sumamente hábil, un reconocimiento positivo sólo atenuado por el largo absentismo o penosa invalidez que ha mellado a la izquierda con derecho a escaño. Un periodo prolongado que ya se cuenta por lustros, pero que lleva trazas de cambiar desde que el reciente caso Gürtel y el estrambótico episodio de los trajes regalados hayan sacado de quicio al PP y dado alas a sus críticos.

Que los populares han perdido su habitual displicencia es cosa evidente, como revelan las rencorosas y abruptas respuestas dadas a los requerimientos parlamentarios de la izquierda, ya sea a propósito del bloqueado nombramiento de la senadora Leire Pajín, la disponibilidad de salones en el Palau de Benicarló para un acto de clausura de curso, o la acentuada opacidad y desestimación de los legítimos informes o respuestas requeridas por los diputados. El portavoz socialista, Ángel Luna, que es un portento de moderación, se ha referido al "inenarrable endurecimiento de las condiciones de trabajo en las Cortes", y Mònica Oltra, de Compromís, ha señalado sin acritud "la deriva autoritaria" del partido gobernante. Una escalada conservadora que no es temerario atribuir a la sacudida judicial y política que han supuesto las oprobiosas imputaciones que pesan sobre los dirigentes del PP, en sintonía con el recobrado brío dialéctico de la oposición.

Pero ésta es, por hábito y propensión, un universo fragmentado y a la greña. Tan pronto ha empezado a darle simultáneamente caña al PP ha creído necesario hostigarse entre sí como si fuese imprescindible marcar hostilmente los territorios. Unos han dicho de los otros que carecen de empuje, y los otros acusan a los unos que abusan del espectáculo, olvidando todos ellos que la política parlamentaria es ciento por ciento espectáculo y beligerancia. Si tuvieren la modestia debida habrían de reconocer que un sastre con sus patrones y hechuras ha flagelado al PP más que todas las invectivas de sus críticos en las Cortes. Déjense, pues, de luchas intestinas y aplíquense en común a la única guerra que importa para restaurar la democracia.

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