A la sombra del hambre
Cuando termina este libro, hacia 1945, Antonio Gamoneda no sabe todavía que no está solo, como cree y como nada le permite poner en duda. Pero en otros barrios de León, en otros rincones y en otras casas, a veces tan pobres como la suya propia, otros vencidos algo mayores que él están tratando también de rehacerse, y algunos escriben sus poemas, como Eugenio de Nora o Victoriano Crémer, en condiciones muy precarias de vida. El relato de infancia de Gamoneda es a ratos estremecedor precisamente porque está despojado de ideaciones liricoides o de pasmos espirituales, de poeta. Al contrario, la crudeza de la memoria fragmentaria, a menudo, indócil con el marco cronológico impuesto, deja unas cuantas páginas narrativas y testimoniales que devuelven de golpe a la atrocidad que fue la posguerra vivida desde la derrota. No sólo por el hambre, sino también por el hambre. La posibilidad de estudiar o de obtener un empleo (como le pasó a él) pasa por callar y transigir en el trato con uno de los personajes que podrá ayudar al niño. Pero el precio es la humillación de oír a la mujer de ese sujeto reclamar el exterminio de los presos del penal de San Marcos, en lugar de sus traslados aquí o allá: da igual, porque los fusilaban y torturaban igual, pero lo que importa es saber que aquella bruja sentada en el salón de su casa pedía más muertos. Lógicamente, cuando a Gamoneda le hagan pasar por comisaría por un pequeño incidente, la madre le pondrá aterrada dos toallas en las manos para que pueda limpiarse la sangre que llegará.
Un armario lleno de sombra
Antonio Gamoneda
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Barcelona, 2009. 238 páginas. 18 euros
El retrato de los abusos éticos y físicos, sexuales y sádicos, de los padres agustinos en el colegio es frío y sin rencor: eran tan habituales y tan previsibles que forman parte de la historia de la vida cotidiana de la infancia en España, aunque el peso de la Iglesia católica siga haciendo de esos delitos presuntas rarezas o desviaciones puntuales de este o aquel cafre. Tampoco se perdona a sí mismo Gamoneda. Su rebeldía de muchacho criado con una madre viuda se desgrana en unos pocos episodios (y alguno muy feroz) sin autocompasión y sin callar tampoco los enredos y rencores destructivos que cuecen esa y casi todas las familias. La voluntad de restituir el pasado vivido es leal en su confesada naturaleza selectiva, difusa o imprecisa a menudo, pero nunca destila deshonestidad o falta de coraje para contarse.
También está en el libro la semilla del poeta, pero de nuevo sin alboradas epifánicas que endulcen la vocación de un muchacho despierto, lector de novelas de alquiler, sin libros en casa fuera del poemario publicado por su padre (fallecido tres años después de nacer el chaval en 1931). La forja de una posición ideológica marxista no lleva énfasis ni se hace retórica con ella: el relato presta datos materiales y de experiencia para comprender a un poeta que ha hablado de la cultura del hambre como matriz de un sentido de la existencia, y al mismo tiempo el lector sabe que ese tramo de vida pesó en el resto de sus años: su padre había sido periodista y parte de la revolución de octubre de 1934 en Asturias, él fue niño de la guerra en el sentido más exacto y adolescente en una posguerra que sufrió junto a la violencia de la misericordia católica, la que llevaba al hoyo a innumerables fusilados.
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