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Columna
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Qué suerte tenemos, ché

Si bien se mira, es una suerte considerable que la mayoría de los proyectos emblemáticos orientados hacia la cultura de los tres últimos gobiernos populares en nuestro -es un decir- territorio se hayan ido definitivamente a hacer gárgaras, aunque algunos sujetos con más cara que vergüenza sobrevivan todavía gracias a esos enjuagues. Imagine el lector una Ciudad de las Artes Escénicas navegando a toda vela con Asia a un lado, al otro, Europa, y allá a su frente Estambul. ¿Qué pasaría entonces? Pues que la deuda que arrastramos ya todos los valencianos por la gracia del dúo nada cómico formado por Zaplana y Camps se multiplicaría exponencialmente gracias a las exultantes intervenciones de una Irene Papas supercontratada para llevar desde Atenas, o desde donde diablos se encuentre ahora, una programación teatral aproximadamente clásica en una saguntina nave con goteras donde los actores valencianos figurarían en el coro. Si a Teatres de la Generalitat Valenciana no le llega el presupuesto para seguir abonando el alquiler de la sala L'Altre Espai (abusivo o no, es otra cosa, aunque sospecho que el avispado Carles Alfaro hizo con el asunto el negocio del siglo), ¿a santo de qué proyectó una fantasmática Ciudad de semejante envergadura que en ningún caso podía ser más rentable que los fantásticos honorarios de tres o cuatro famosos de fama mundial haciendo de gestores de segunda mano del derroche? El resultado es que nuestro teatro público figura en este momento a la cola de casi todos los teatros públicos de España, aunque llenen el teatro Principal con Nacho Mecano como brillante final de temporada.

Caso distinto, es cierto, es el de la Ciudad de la Luz alicantina, ya que inaugura una línea de actuación en todo inédita en la tradición de los grandes estudios cinematográficos. Una brillante aportación a la historia del cine y a su producción y a su desarrollo industrial, apoyada en su momento por un Luis García Berlanga un tanto autoparódico y por el pujante rey de la comedia Joan Álvarez que ahora anda dando clases de guión (¡clases de guión!) por los pobres países latinoamericanos, en una operación estrictamente franquista, por llamarla de algún modo no necesariamente insultante. Ni peyorativo, porque ¿cómo peyorar ante semejante invento celestial? En los estudios cinematográficos serios, los productores y otros avispados chisgarabís vinculados a la industria han de pagar ciertas cantidades de dinero o su equivalente aproximado en especies por el uso y disfrute de sus espacios, que para eso les costaron su dinerito a los empresarios que los montaron. Aquí ocurre precisamente lo contrario, debido quizás a que el empresario es la misma Generalitat valenciana, de manera que el titular de tan afamados estudios subvenciona a quienes se arriesgan a filmar allí y les suministra su buena cantidad de euros a cambio de presumir de que, por fin, se han rodado allí algunos momentos -por lo general, escasos- de algunas escenas de algunas películas de gente de postín que lo mismo no veremos jamás por aquí. Como negocio es ruinoso, y como suministrador de prestigio, también.

Es lo que suele ocurrir cuando los responsables de la cultura de todos dan en suponer que basta con chequear a los famosos del ramo, el que sea, para coronar sus tristes triunfos de postrimerías con una presencia valenciana que nadie ha demandado. Iba a extenderme ahora sobre la antaño superlanzada (quiero decir, superpublicitada en términos, ahí es nada, de transgresión) Bienal de Valencia, o algo parecido, pero es que me da la risa y los dedos apenas si pueden pulsar las teclas. Lo intentaré, pese a todo: anos posan tejos. Nada. Ya ven que no me sale.

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