'Raphaelismo' intenso
El de Linares enardece en Las Ventas a sus fieles con la celebración de sus 50 años sobre las tablas
Podrán decirle de todo. Podrán referirse a él como un personaje histriónico, mesiánico, espasmódico o hiperbólico, porque todo cuanto le rodea es tan manierista como una buena esdrújula. Podrán hacer chanza a costa de esa afectación casi cómica, carne de cañón para humoristas e inspiración de imitadores que nunca lograron rozar el original ("y no me generan derechos de autor", se quejó él). Y hasta podrán afearle que durante años, demasiados quizás, encarnara la esencia de aquella España rancia, carca, torera y de un folclorismo que atufaba a naftalina.
Podrán acusarle de muchas cosas, ya lo imaginábamos. Pero ni el peor enemigo reunirá argumentos para reprocharle a Miguel Rafael Martos Sánchez, este señor bajito de Linares, que no le eche un par de bemoles, que no se deje el pellejo en cuanto planta el pie sobre el escenario. Y menos aún después de la exhibición de anoche en Las Ventas, con un espectáculo de tres horas y 45 canciones que ningún médico en su sano juicio le consentiría a un hombre que (66 años le cayeron en mayo) ha superado con holgura la edad de jubilación. No lo duden: nadie podrá ser nunca tan raphaelista como Raphael.
Convocó a 9.327 fieles en la plaza, como si fuera una luminaria del rock
Todo es desorbitado cuando anda por medio nuestro apóstol de la desmesura. Raphael ha rubricado tantos bolos y vendido tantos discos como para que sus tataranietos tengan asegurado un futuro próspero desde hace, pongamos, un par de décadas. Si a ello le unimos el severo jamacuco hepático de 2003, lo más sensato parecería procurarse una vejez plácida de paseítos, spa y cruceros. Pero no, se da la circunstancia de que al Rafael de a pie le va la marcha y el Raphael artista es un ente lo bastante incombustible y camaleónico como para reinventarse hasta el infinito.
"Cumplo el sueño de los 50 años y tengo fuerzas para seguir más", prometió. Y ahí le tienen: convocando a 9.327 fieles en la plaza, como si fuera una luminaria del rock internacional, y dándose el gustazo de inmortalizar la ocasión en formato DVD. Así de chulo. Así de raphaelesco.
La imagen que ilustra estas líneas es de él, pero las sillas que se diseminaron por el albero también habrían tenido una foto curiosa. En ellas encontraban acomodo señoras muy emperifolladas, el consuegrísimo Bono, la hermana de Su Majestad (recibida con aplausos), la variopinta fauna televisiva de estas ocasiones y algunos señores con un despacho seguramente más amplio que la casa de usted. Fue atronar Mi gran noche y todos perdieron el pudor y la compostura agitando unos bastoncillos fluorescentes. El efecto era -seamos piadosos- enternecedor.
Raphael desplegó su amplio abanico de aspavientos, presentó su repertorio y fue dando paso a las celebridades amigas. A Miguel Bosé lo avasalló en Morir de amor, mientras que el dúo con Alaska en No puedo quitar mis ojos de ti resultó desaforado, grotesco y, quizás por todo ello, hasta divertido. Siguieron Ana Torroja, Manuel Martos, Víctor y Ana y hasta Dani Martín, de El Canto del Loco. Transfusión de sangre joven para un artista de alta intensidad. De intensidad sin medida. Puro Raphael.
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