La realidad incendiada
Aunque Gerhard Richter (Dresde, 1932) tardó en obtener reconocimiento, desde hace por lo menos unos veinte años es un artista de referencia a escala internacional. En 2002, el MOMA le dedicó una amplia retrospectiva, lo cual es una hazaña si, como es el caso, el así celebrado está vivo, es europeo y, encima, alemán. Es éste un dato, entre otros muchos, que recalca el interés que despierta su obra, incluso siendo su autor bastante refractario a cualquier lance publicitario. Ubicado y formado artísticamente en la extinta Alemania del Este, de la que escapó a comienzos de la década de 1960, la versatilidad de los trabajos del Richter "occidentalizado" ha girado en torno a desafiar pictóricamente todo lo que, durante las últimas décadas, negaba a la pintura, que para él ha seguido siendo el medio más eficaz y profundo para descomponer la imagen. Para explicarlo de alguna manera, podríamos decir que Richter, en vez de descalificar a Duchamp y su alargada sombra conceptual, le dio la única réplica pictórica posible; esto es: que la pintura, siéndolo, no sea ya sólo pintura, o que la fotografía, arte de lo fúnebre, siéndolo a su vez, deje de ser sólo evocación de lo pasado. En este sentido transversal, el uso de lo fotográfico ha sido para Richter crucial como base o punto de partida de una reelaboración de la misma, que, durante años, ha supuesto su recreación en una tonalidad grisácea, que velaba la inmediatez de lo circunstancial, que conlleva siempre una imagen disparada, pero sin dejar de sacar brillo a lo que ésta aporta de más palpitante. Valga este improvisado prólogo sintético, no sólo para subrayar la extraordinaria importancia de la exposición que ahora se exhibe en la Fundación Telefónica -en el contexto de PhotoEspaña- con el título Gerhard Richter: fotografías pintadas, para la que se han logrado reunir más de 400 obras fechadas entre 1989 y 2008, sino también para resaltar la singularidad de esta vía de exploración artística.
Gerhard Richter. Fotografías pintadas
Fundación Telefónica
Gran Vía, 28. Madrid
Hasta el 30 d agosto
En este tipo de trabajo en concreto, lo más relevante, a mi juicio, es el cortocircuito que provoca Richter entre fotografía y pintura, al confrontarlas entre sí manteniendo sus respectivas propiedades específicas. La tensión es, por tanto, extrema. No se trata de nada parecido a lo que se denomina, con un giro anglosajón, como "pictorialismo", ni tampoco se explica a partir de las Combine Paintings, de Rauschenberg, aunque mantenga ciertos rasgos de estas dos corrientes muy frecuentadas a lo largo del arte de nuestra época.
La mayor parte de las fotografías empleadas por Richter tienen la temática y la factura de un material cotidiano anónimo, aunque esa iconología doméstica y banal deje entrever toda la densidad simbólica que acompaña a cualquier incidente vivido. En relación con las Combine Paintings, que insertaban fotografías para después ser maculadas con técnicas pictóricas de la Action Painting, no sólo Richter ha reducido hasta lo íntimo su formato o ha trastocado paradójicamente su coloración en blanco y negro, sino que ha modificado su punto de vista irónico.
Con esto último, quiero llamar la atención acerca del genuino sentido germánico de la ironía romántica de Richter, que está cargada de un pathos sentimental y metafísico. En eso se parece a Paul Klee, cuyo concepto patético del humor producido cuando el hombre se enfrenta y es derrotado por lo absoluto es visualizado, en efecto, a una escala reducida. Pero esta manera de abordar la inmensidad y complejidad del cosmos a través de lo minúsculo estuvo también presente en Caspar David Friedrich y, asimismo, si se me apura, en las acuarelas de Durero, artistas a los que cito porque guardan, desde mi punto de vista, una estrecha relación con las fotografías pintadas de Richter.
Es la portentosa capacidad que tiene éste de entrecruzar los tiempos y las historias, sin salirse jamás de la delgada línea roja que separa el arte de la mera información documental, lo que sobrecoge al contemplador de sus centenares de fotografías pintadas, que son, como antes decía, a la vez lo suficientemente fotográficas como para dar testimonio de algunos ecos de la vida perfilada a su nivel más directo y plano, pero también lo suficientemente pictóricas para convertirse en una orgía cromática y gestual. El efecto es siempre por igual escalofriante, porque lo que allí vemos es, por así decirlo, metafóricamente, una realidad incendiada, o, si se quiere, sin duda, la explosión de un cortocircuito. Algo, en fin, extremo y deslumbrante.
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