El ritmo africano arrincona al baile digital en el Sónar
La percusión de Konono nº1 marca la pauta del primer día
Menos el country, el yodel y los valses, todo en música se inventó en África. Y si no, que se lo pregunten a los asombrados espectadores que hicieron de los congoleños Konono nº1 los reyes de la primera jordana del Sónar. Así es Europa, debieron pensar los músicos africanos, el año pasado nos tratan como a sin papeles prohibiéndonos la entrada, y éste unos alucinados blanquitos se dejan las suelas antes nuestros altavoces de tómbola -que así eran-. Ritmo analógico, hipnótico y crudo a base de percusión y kalimba para despeinar en un festival al que sólo le faltaba reivindicar la pureza de la música africana de baile. Para verlo.
La otra presencia africana que estimuló una tarde por lo demás tirando a insípida fue la del etíope Mulatu Astakté. Tocaba el vibráfono y eso se intuía a través del oído y se confirmaba visualmente. Más difícil era escucharle de verdad, cuestión casi imposible a menos que se pisasen docenas de chanclas para llegar a primera fila. Allí se le veía conduciendo jazz de club y al funk, estilos deslucidos por la acústica de la carpa. En ese mismo escenario tuvo peor suerte Jamie Woon, un crooner finolis al que directamente sepultó el público con sus conversaciones.
Tras la sorprendente actuación de Jeff Mills a pleno sol, a primera hora de la tarde y pinchando hip-hop añejo que luego derivó a electro y electrónica, fue Luomo uno de los artistas que más adhesión consiguió en la jornada, por cierto marcada por la presencia de un público cada vez más adulto que hace espléndida la idea del Sonar Kids. Luomo despachó un elegante repertorio de house para ligar, cuyo ritmo derritió al público, sólo esperando el mínimo pautado de bombo para agitarse junto a las cervezas. Después, The Sight Below también marcaron bombo, pero estaba tan tamizado y distante y tan cubierto por capas de guitarras vaporosas que el personal volvió a sus conversaciones.
Y en el capítulo de conciertos descacharrantes, dos se llevaron la palma. Los robots de Roland Olbeter resultaron algo así como instrumentos de la taberna de la Guerra de las Galaxias montados sobre diapasones gigantes. Era como ver a un aficionado a las maquetas de aviones pilotadas a distancia, sólo que el sonido a veces era como el que haría la Penguin Café Orchestra pasada de ácido y otros, directamente el de un avión en miniatura con motor de explosión. El otro concierto descacharrante fue el del trío Crepúsculo, Thelemático y David, que en la Capilla dels Angels convocaron a los diablos del desatino y del humor fallido. Pop electrónico desganado y voluntariamente chapucero que tuvo un momento brillante cuando un sampler de voz hizo resonar "Sónar, música avanzada". Fue una ironía cercana al sarcasmo.
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