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Columna
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La quiebra

Divierte que la gente se sorprenda porque las empresas puedan quebrar, y porque de hecho lo hagan de vez en cuando. Quiebra una empresa y los repartidores de propaganda certifican la muerte del capitalismo, cuando una quiebra, si algo indica, es el correcto funcionamiento del sistema. En las sociedades precapitalistas o anticapitalistas las empresas no quiebran, más que nada porque en ellas no hay empresas y, de lo demás (aspirinas, bolígrafos, pan) hay pocas unidades, traídas de muy lejos. Es uno de los efectos asombrosos de la economía de mercado: garantiza tales niveles de bienestar que sus beneficiarios asumen que la riqueza es "lo lógico" y la pobreza lo sobrevenido. Coitaos: es al revés.

La reciente quiebra de General Motors se ha presentado como un escándalo. Pero el escándalo es la falta de competitividad de un fabricante que utiliza malos materiales porque sus compradores cambian de coche cada tres años, y cuyos motores consumen el doble de combustible que los modelos europeos o japoneses. ¿Por qué no iba a quebrar? ¿Qué ángel iba a impedirlo? Lo criticable, y lo hipócrita, es que el gobierno americano impida que ese modelo de fabricación y de consumo reciba el pago a su desidia.

Los fans de Obama (el ángel) aplauden la inversión de decenas de miles de millones de dinero público para salvar General Motors. No se entiende esa afición por salvar empresas privadas dirigidas por ineptos, sobre todo si ello tampoco impide la pérdida de 20.000 puestos de trabajo. Como política social, parece un fiasco. Y eso sin contar que el dinero público no se mueve con tanto apremio si lo que quiebra es un almacén de tres empleados. De hecho, miles de almacenes y talleres quiebran cada día, sin que nadie mueva un euro, o un dólar, en su favor. Los rescates públicos se emprenden sólo cuando el drama abarca una marea humana. Perspectiva de masas. No importa el sufrimiento de personas concretas. Decir que eso es solidario da vergüenza.

Bajo el buenismo de estos rescates anida una confusión filosófica de fondo: como el socialismo promete la felicidad, la gente imagina que el libre mercado hace lo mismo. Bien, pues no es así: el mercado se limita a garantizar la libertad necesaria para que las personas busquen la felicidad por sí mismas y que la busquen, además, donde prefieran, no donde la ponga el boletín oficial.

El mercado no garantiza la felicidad: allá cada cual con su vida y su conciencia. Donde la promesa política de felicidad sí está presente es en La Habana y en Pyongyang, en La Paz y en Harare, en La Meca y en Jartum. Los censores del capitalismo no sacan conclusiones ante el sentido de las corrientes migratorias, como si la gente fuera tonta y no supiera qué es lo mejor para sus hijos. Nueva York es un antro de perdición capitalista que los anticapitalistas, fascinados, visitan a menudo. Ya sólo hace falta que entiendan por qué.

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