El tortuoso camino de las quimeras
El escritor colombiano William Ospina anuncia para dentro de un año y medio la finalización de la trilogía que comenzó hace cuatro con Ursúa y continúa ahora con El País de la Canela, reciente ganadora del XVI Premio Rómulo Gallegos. Declaró a este periódico que se titulará La serpiente sin ojos y que ya tiene para ella su tono y su ritmo. Este crítico reseñó hace unos años Ursúa, y vio soluciones acertadas alrededor de su tono. Respecto al ritmo la novela hacía un uso competente y dosificado de la peripecia según la definía Aristóteles: no era el ritmo de quien se impone la obligación de mantener atento al lector con la velocidad de los acontecimientos sino de quien sabe que la vida novelesca transita entre la felicidad y la desdicha. O viceversa. Para el relato de la vida del conquistador navarro Ursúa, el tono y el ritmo que les imprimía Ospina eran el ajustado al destino que se impuso en tierras del Nuevo Mundo. Otra cosa era su soporte ideológico, inspirado en las crónicas del sevillano Juan de Castellanos (al cual el autor colombiano le dedicó un ensayo titulado Las auroras de sangre): una inclinación muy poco matizada hacia el concepto roussoniano del "buen salvaje". Es evidente que Ospina convierte la información negativa que recaba de la colonización española en materia angular de su trilogía. Pero mientras en Ursúa parecía más un ajuste de cuentas entre corrientes historiográficas, ahora encontramos en El País de la Canela una propuesta más comprometida, además de metafórica, con la condición humana en general: la codicia, la crueldad con el diferente, los sueños de la razón que diría Goya, las utopías destructivas. Quiero insistir en esta cuestión porque es una de las más insistentes, además de las más dolorosas, que salen recurrentemente en la obra de Ospina. Escribe Tzvetan Todorov en El miedo a los bárbaros que una de las características de la tradición europea es el ejercicio del pensamiento crítico: ello significa que ese pensamiento no es ajeno a su vez a la conciencia de la intolerancia europea, de su fanatismo religioso y de su prepotencia moral y física respecto a los pueblos que colonizó. Esta tensión entre civilización y barbarie (o elegancia y cinismo, como redefinió con acierto en alguna ocasión Ospina), ecuación despótica o generadora de progreso según se mire, impregna a esta novela su verdad moral e histórica.
El País de la Canela
William Ospina
La Otra Orilla. Barcelona, 2009
320 páginas. 22 euros
El País de la Canela es el relato de uno de los tantos espejismos españoles en América. El espejismo de la canela, la tierra prometida del sabor y el olor inalcanzables, como lo serán las ensoñaciones de los territorios de las amazonas y el Dorado. Otra empresa mercantil ruinosa. Apenas hay humor en esta novela, pero Ospina maneja muy bien los resortes del absurdo cuando dibuja a esos ilusos creyendo que podía haber en el planeta un país entero poblado de árboles de canela. En esencia se podría decir que junto a la rapiña y el afán de lucro sin trabajar, el asunto vertebrador de esta novela es el mestizaje en su versión menos amable. Ospina crea un narrador autobiográfico, hijo de español e indígena. Dicho narrador cuenta su historia para Ursúa, antes de que éste emprenda una aventura hacia el interior de las tierras vírgenes, tal vez la que se desarrolla en su primera novela. O la que lo llevará según los documentos históricos hasta la presencia del mismísimo Aguirre. El País de la Canela transita por el tortuoso camino de las quimeras. Entre la búsqueda inútil de la belleza inexistente y el azar que es quien a la larga dibuja lo real. Por eso se dice en la novela: "Lo que destruimos era más bello que lo buscábamos". El hecho de abordar estos temas, además de cruzar personajes ficticios con reales (como el humanista y filólogo italiano Pietro Bembo, el mismo Ursúa), podría hacer que le recuerde al lector los heterodoxos relatos históricos Daimón y Los perros del paraíso, del argentino Abel Posse. O ciertos tramos de Terra nostra de Carlos Fuentes: una robusta y totalizadora ficción sobre las alianzas étnicas y las destrucciones en América, entre otros temas de profundo calado reflexivo. Si en la novela de Fuentes primaba una suerte de hermenéutica positiva de la colonización y del mundo hispánico en general, en la lograda y muy interesante de William Ospina prima la ruta de los sueños desmedidos y sus nefastas consecuencias.
Defensa del relato
-Un apunte: hace referencia al punto de vista narrativo en El País de la Canela. La novela de Ospina se cierra con una retórica 'Nota del editor', que es parte evidentemente de la misma ficción que leemos. Un párrafo del mismo nos dice: "El narrador quiere hacernos creer que lo que está escribiendo lo narró en un solo día a Pedro de Ursúa en las marismas de Panamá". Éste es un pequeño detalle metaliterario que ayuda a formalizar la naturaleza ficcional de lo que se nos relata, en consonancia con su veracidad histórica. Pero además, funciona como una irónica defensa ante el posible lector incrédulo que un relato oral de estas dimensiones -la duración de la novela que leemos- pudiera generar. Este juego literario se puede relacionar a una parecida defensa -ésta no tan lúdica- a que se vio obligado recurrir Joseph Conrad en el prólogo a Lord Jim, en su segunda edición. Sucedió que algunos críticos no creyeron verosímil que un hombre estuviera hablando durante tanto tiempo y hubiera otros que lo estuvieran escuchando "tan pacientemente".
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