Nuevas reglas en el automóvil
La quiebra de General Motors (GM) y su nacionalización temporal por parte del Gobierno estadounidense, la pujanza de Fiat comprando Chrysler, la rocambolesca y precisa operación de Merkel y Obama separando Opel de GM para vender después el grupo alemán a los austríaco-canadienses de Magna son las muestras del cambio de poder en el mercado automovilístico mundial más importante de las tres últimas décadas. Es una reordenación estratégica, según el modismo favorito de los economistas con vocación lírica, que intenta responder a un hecho incontrovertible: la industria automovilística sufre gravemente de un exceso de capacidad instalada. Ese exceso ha hecho crisis hasta llevar a la bancarrota a dos de las tres grandes marcas de Detroit, símbolos del poder económico americano y, los dos Gobiernos implicados, EE UU y Alemania, no han tenido empacho alguno en certificar un paréntesis en las reglas del juego del capitalismo para intervenir activamente en las operaciones de salvación. Tan activamente que la Administración estadounidense se quedará como "accionista renuente" y por un tiempo limitado con el 60% del capital de GM.
La nacionalización de los símbolos automovilísticos americanos prometía traumas y resistencias, pero nadie puede decir que no existan fundamentos políticos para tal decisión. GM, como Chrysler y en menor medida Ford, arrastran durante lustros una crisis que no saben resolver. Y es una crisis propia, no provocada directamente por la recesión. Antes de que las ventas de automóviles cayeran empujadas por el endurecimiento de los préstamos y la disminución de la renta, las tres grandes de Detroit tenían una producción descompensada, abundante en coches grandes y de alto consumo, cuando los compradores demandaban automóviles más pequeños y más baratos. Los equipos de dirección de Detroit no fueron capaces de resolver los problemas de competencia en suelo americano de los coches pequeños japoneses y europeos, sus ventas cayeron, los costes aumentaron y requerían de ayudas públicas crecientes para garantizar una supervivencia precaria. Las opciones eran intervenir, participando activamente en el Consejo de Administración, puesto que las aportaciones públicas alcanzan ya cantidades respetables -la inyección fresca del Estado en GM será superior a los 30.000 millones de dólares-, o certificar la desaparición de la compañía, destruir cientos de miles de empleos y debilitar una de las fuentes potenciales de recuperación de la actividad económica.
Las crisis de sobreproducción suelen detonarse al principio por un exceso de demanda, causado a su vez por créditos baratos y prestados en condiciones muy relajadas. Ese exceso de demanda provoca un sobreestímulo de la oferta. Esto es tan válido para el mercado automovilístico estadounidense como para el inmobiliario español. Pero hay que insistir en que en el caso de GM -y su filial europea Opel-, Chrysler y Ford se añaden serios fracasos en las políticas de fabricación. Demasiados diseños de gama alta y una multiplicidad de modelos que dificultan los ahorros de costes. La nacionalización temporal de GM, el oneroso rescate financiero de Chrysler y los esfuerzos para encontrar un comprador de Opel son un primer paso que no llevará a parte alguna si los equipos de dirección no aplican nuevas políticas de fabricación.
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