Bolonia y el Día de Europa
Ha pasado ya, sin pena ni gloria, el llamado Día de Europa que desde 1985 se supone que se celebra todos los 9 de mayo, y ni siquiera las inminentes elecciones al parlamento comunitario, convocadas para este domingo, han servido de acicate para darle cierta relevancia a esta conmemoración.
Aquella fecha de 1950, cuando muchos votantes europeos de hoy aún no habíamos nacido, el ministro francés de Exteriores Robert Schuman, de apellido germano-luxemburgués, leía una declaración redactada por Jean Monnet que contenía un manifiesto llamado a producir repercusiones de amplio alcance.
A cinco años del final de la segunda contienda mundial y en el amenazador contexto de la llamada Guerra Fría que, paradójicamente, ya podía entonces ser nuclear, Schuman y Monnet proclamaban la urgencia de establecer los cimientos concretos de una federación europea indispensable para el mantenimiento de la paz. Y el sabio pragmatismo de su propuesta pasaba por la inminente atribución a un organismo supranacional de todas las competencias precisas para la administración de las materias primas imprescindibles para la industria militar: el carbón y el acero.
El nombre de la cuna de la Universidad europea está siendo invocado en falso una y otra vez
Se trataba de una propuesta que, como el caballo de Troya, escondía en su seno una intención mucho más ambiciosa, un sueño de insospechable trascendencia política, la construcción de una comunidad europea dotada de suficiente unidad como para ser operativa en el contexto global, pero respetuosa a la vez con las singularidades de los pueblos constitutivos de ese inagotable mosaico que es Europa. Cincuenta y nueve años después, el próximo 7 de junio, ciudadanos de veintisiete países del continente estaremos, con nuestro voto, contribuyendo al avance de aquella razonable utopía de una Europa unida. Como dicen los italianos, piano, piano, si va lontano.
Cuando los padres de la unión europea comenzaban a difundir sus ideas, amén de lo político y lo económico siempre tuvieron en cuenta el factor cultural. Y entre ellos, figuras tan destacadas cono el suizo Denis de Rougemont o el coruñés Salvador de Madariaga no dejaron de hablar de la Europa de las Universidades, al recordar cómo en la Edad Media, antes de la configuración de los Estados Modernos, en torno a ellas se había establecido ya una comunidad compartida de ideas, de intereses y de relaciones.
Cuando se celebró, en 1988, el nono centenario de la decana de nuestras universidades, un cumplido grupo de rectores europeos firmaron en Bolonia una Magna Charta en la que, con la misma intencionalidad de Schuman y Monnet, reclamaban a los responsables políticos de sus respectivos países políticas eficaces para alentar la movilidad de los profesores y estudiantes, para el establecimiento de la equivalencia de títulos, créditos y becas, y, en general, para avanzar en la construcción de la nueva Europa cuatro años antes de la supresión definitiva de las fronteras intracomunitarias.
Tardarían once años los ministros europeos de Educación en responder a esta demanda, pero finalmente el 19 de junio de 1999 firmarían la famosa Declaración de Bolonia que, amén de muy escueta, no encierra otro designio que la configuración de un espacio europeo de educación superior acorde con lo que la Magna Charta Universitatum proponía y cada vez parece más necesario.
A un decenio de aquella firma nos acercamos a la fecha propuesta para la consolidación del proyecto, y no es raro que los demás europeos nos pregunten por lo que pasa en España con (y contra) Bolonia. Quienes conocen aquella declaración no entienden por qué por estos pagos se le atribuyen las siete plagas de Egipto: elitización, privatización, mercantilización, degradación docente, el apocalipsis, en suma, de la Universidad. Me gustaría confiar en que, dándole la vuelta a una máxima tan perversa como profusamente citada, una verdad dicha mil veces siga siendo una verdad para reiterar que Bolonia no es su caricatura; que el nombre de la cuna de la Universidad europea está siendo una y otra vez invocado en falso; y que hoy por hoy quizá no habría ceremonia mejor para conmemorar el 9 de mayo, y rendir homenaje a Schumann, a Monnet, a Spaak, a Adenauer, a Churchill, a De Gasperi, y demás fundadores que leer juntos, partidarios y contrarios, la declaración de Bolonia.
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