Mañana no será lo que Dios quiera
Cuando vi la portada de este libro [Mañana no será lo que Dios quiera, de Luis García Montero (Alfaguara)], lo primero que pensé fue que los editores habían reproducido un fotograma de la película El Chico, de Chaplin. Fíjense bien: la misma conmovedora cara de golfillo, la misma mirada entre pícara y desvalida, el mismo flequillo, la misma gorra enorme, los mismos pantalonazos. Y claro que era El Chico, pero no el de Chaplin sino el que alguna vez fue y siguió siendo, a su modo, hasta la muerte, el inolvidable Ángel González. Ese chico, ese guaje, ese golfillo del que no sabríamos nada si Luis García Montero no le hubiera puesto al amigo, al poeta, en su crespúsculo, una grabadora delante y un par de whiskys para cumplir casi un deber testarmentario. Ángel se fue, maldita sea, hace ya más de un año, el tiempo que ha empleado Luis (¿quién podía hacerlo mejor?) en dar forma poética, novelada (y, sin embargo, asombrosamente fiel) a aquel río de palabras arrancado al último Ángel en tantas sobremesas del penúltimo mes de agosto en Rota. Una tarde caí sin avisar por la casa y, al sorprenderlos, hablando y grabando en un susurro, como en una confesión laica, decidí respetar la liturgia de la memoria y la amistad y la literatura y me fui de puntillas para no romper lo sagrado del aire. Lector ávido e indiscriminado como soy, más que adicto al género biográfico, he de confesar, sin embargo, que siempre se me han atravesado los libros dedicados a la infancia, a cualquier infancia, incluida la mía. Esa supuesta y tan prestigiada única patria del escritor me pareció prescindible demasiadas veces, tantas que, suelo deshonrar las biografías que leo saltándome todo lo que al héroe le sucede antes de los veinte años. A partir de ahí empieza a interesarme, cuando vuelve de la mili, cuando se va de putas, cuando escribe el primer verso, cuando coge las riendas de su destino. Con que menudo problema: el libro de un amigo casi hermano sobre la infancia de un maestro casi padre. Y además en prosa tratándose de dos poetas. Y para colmo novela o novelado, qué mas da. Pero ¡ay!, el hombre de poca fe y edad adulta ya debería saber a estas alturas que los tesoros literarios, que los milagros, que las pepitas de oro de la tinta acostumbran esconderse donde uno menos las espera. Y así fue que el placer que me produjo empaparme de esa infancia, guiado por la varita mágica de García Montero, sólo es comparable al desmesurado hueco que nos dejó en el corazón Ángel González. ¡Qué libro! ¡Qué niño! ¡Qué familia! ¡Qué guerra! ¡Qué amargura! ¡Qué belleza! Es más, mucho más que una biografía, más, mucho más que un libro de poemas, definitivamente más que una novela. Como si el autor, para debutar tan brillantemente en prosa no ensayística, hubiera estado esperando a que el anciano poeta de barba blanca le contara las andanzas de aquel rapaz, lo atroz de aquella guerra, la desesperada dignidad de los vencidos, la obscena crueldad de los vencedores. El padre muerto prematuramente, el hermano asesinado, Maruja, la hermana depurada (que se decía entonces), la casa familiar convertida en pensión de militares fascistas, el moro amigo, la primera guitarra, la taberna, los Taibo, Manolito Lombardero, tía Clotilde, Oviedo, la pobreza, la incuria, la esperanza ilustrada y tricolor, el sangriento debut de un tal Franco en Asturias, los rojos fugitivos escondidos temblando de miedo en alacenas, las primeras lecturas, la solidaridad en el espanto. Aquel niño, aquel alevín de poeta con su gorra y su flequillo y sus pantalonazos tuvo la inmensa suerte, entre tantos escombros, entre tanta ruina, entre tanta desgracia, de encontrarse tantos años después con otro enorme poeta llamado a darle voz, a darnos voz a todos los vencidos. Le hubiera gustado escribirlo a Stefan Zweig y a mí cantarlo y a González leerlo, estoy seguro. Porque ahora sabemos lo que había detrás de las gafas de Ángel, de los ojos de Ángel, del destierro de Ángel, del pudor de Ángel, de la elegancia de Ángel, de los versos de Ángel, de los silencios de Ángel, del alma de Ángel. Gracias Ángel. Gracias Luis. Si quieren reconciliarse, en esta feria del libro todo a cien, con la literatura, con la poesía, con la novela, con la palabra, con la memoria, si quieren reír mientras lloran, si quieren llorar mientras ríen, si quieren querer que dure más, que no se acabe nunca, que siga hablando Ángel, que siga escribiendo Luis, que no cierren los bares, que jamás amanezca, lean este libro hermoso sabiendo que mañana no será lo que Dios quiera. No se arrepentirán.
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