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Reportaje:

Meter un gol al arco iris

Si alguien le hubiera sugerido a Clive Barker hace 20 años que Suráfrica estaría hoy a 12 meses de celebrar el Mundial de fútbol, su respuesta habría sido algo así como: "Aten a esa persona y llévensela al manicomio". Lo mismo habría dicho a quien le hubiera propuesto la idea de que Nelson Mandela saldría pronto de la cárcel y sería elegido el primer presidente negro de su país; o que en 1995 Suráfrica ganaría el Mundial de rugby en Johanesburgo; o -más increíble aún- que él mismo, Barker, entrenaría en 1996 a la selección surafricana de fútbol, ganadora de la Copa Africana de Naciones, o que ahora, en 2009, su país acabaría de celebrar sus cuartas elecciones democráticas, e instalar a su cuarto presidente negro, sin un atisbo de violencia contrarrevolucionaria por parte de la derecha blanca.

"No podía entrar en el vestuario, me duchaba fuera. Era duro", explica el ex jugador negro Edward Motale
"Los blancos se convirtieron en nuestros héroes", recuerda el militante 'anti-apartheid' Bekebeke
"El mundial será inclusivo, pero la mayoría no conseguirá entradas", dice el periodista John Perlman

Pero todo esto, y mucho más que resultaba impensable en 1989, ha ocurrido de verdad. Y a modo de recompensa, el show más grande de la Tierra tendrá como escenario el año que viene a "la nación del arco iris", como la bautizó el arzobispo Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz y mejor amigo de Mandela. "Y será", declara Barker, expresando un sentimiento que comparten la gran mayoría de sus compatriotas, "el mejor mundial de la historia, el mejor de todos los tiempos". Este hombre blanco de 65 años, la historia viva del fútbol surafricano, lo dice con el fervor del creyente converso, del que no creía en los milagros y ahora no tiene más remedio que creer, rendido ante la evidencia de sus ojos.

Los deportistas sufrieron las consecuencias del régimen de discriminación legal conocido como el apartheid, denominado por Naciones Unidas como "un crimen contra la humanidad", como lo sufrieron todos los surafricanos. En Europa occidental, la política es un tema de interés opcional. Se puede pasar de ella, se puede no votar en elecciones, sin que la vida de uno se vea seriamente afectada. En Suráfrica, desde la introducción del apartheid en 1948 hasta su desaparición, con la llegada de Mandela al poder en 1994, la política afectaba a todos, todos los días. Los negros, el 85% de la población, no podían votar y se imponía por la fuerza un sistema que prohibía el acceso de los negros a una educación decente, a los mejores barrios residenciales, a los mejores trenes y autobuses, a los parques públicos, a las playas más bonitas. Apartar a las razas, dividirlas, no permitir que se mezclen: ése era el propósito del apartheid, una de cuyas leyes, "la ley de la inmoralidad", condenaba a la cárcel a aquellos que se les pescara teniendo relaciones sexuales con personas de otra raza.

Clive Barker, que inició su carrera como futbolista en una liga estrictamente blanca, acabó viviendo el apartheid de manera especialmente inusual, por no decir perversa. Dejó de jugar tras una grave lesión a finales de los años sesenta y se convirtió en entrenador. La liga blanca en aquellos tiempos era en teoría la superior, e indudablemente la que mejor pagaba, pero la realidad era que los negros, en sus campos polvorientos, jugaban un fútbol mucho mejor. Barker estuvo en la vanguardia de un movimiento de unificación racial en el fútbol que se ratificó con la creación de una liga mixta en 1978. Fue un acto subversivo que el Gobierno curiosamente toleró, quizá porque para los blancos el fútbol era un deporte minoritario (el rugby era la religión de los blancos) y los fans que iban a los estadios eran en su enorme mayoría negros.

Lo perverso del caso fue que Barker, como entrenador de un equipo de primera división llamado Amazulu, compuesto en los años ochenta exclusivamente por jugadores negros, vio cómo el apartheid, diseñado para gente de su raza, se volcaba en contra de él. "Cuando jugábamos partidos fuera de casa nos quedábamos en hoteles dentro de las poblaciones negras", recordaba Barker en una entrevista hace un par de semanas en Durban, donde hoy sigue entrenando a Amazulu. "Recuerdo que una vez llegamos a una población cerca de Kimberley a las doce de la noche. Repartí las habitaciones del hotel entre los jugadores y después pregunté: '¿Me pueden dar la mía?'. Y el encargado negro me dijo: 'No, los blancos no pueden alojarse aquí'. Y tuve que dormir en la camioneta".

Lo más normal, por supuesto, era que la discriminación la sufriera no Barker, sino sus jugadores. Barker recordó cómo una noche, después de un partido, una empleada de la aerolínea nacional le dijo que él sí, pero sus jugadores negros no se podían subir a un avión. "Le contesté que era una silly bitch [perra estúpida], llamó a la policía y me detuvieron".

Barker se puede permitir el lujo de sonreír cuando cuentas estas historias, pero para los jugadores negros de fútbol de aquella época los recuerdos suelen ser más amargos. Un caso típico es el de Edward Motale, de 41 años. Empezó jugando en los años ochenta en un equipo mayoritariamente blanco. "Pero no podía entrar en el vestuario. Me sentaba aparte. Me duchaba fuera. Fue duro". Siguió en el equipo por el amor al fútbol y porque sus compañeros blancos, dentro de lo que permitía la ley, fueron solidarios con él. Y esa solidaridad tuvo su fruto político. Las autoridades del apartheid no se lo hubieran imaginado, pero la presencia de jugadores blancos en los equipos de primera categoría, ante estadios en el que el 99% de los aficionados eran negros, abonó el terreno para el mensaje de reconciliación racial que Mandela pregonaría cuando fue liberado en 1990, tras 27 años en la cárcel. Como dice Barker, "el fútbol ha roto barreras en Suráfrica".

Lo constata Justice Bekebeke, un negro de 47 años que sufrió las barreras del apartheid más que muchos, pero que siempre se alimentó del consuelo y la alegría que el fútbol proporciona, en todos los lugares, a los miserables de la Tierra. "El fútbol es la religión de los negros", explica Bekebeke, que creció en una población extremadamente pobre cerca del desierto del Kalahari y pasó siete años en la cárcel por resistirse violentamente al apartheid. "Yo me crié odiando a los blancos, pero en los años ochenta de repente vi que jugadores blancos empezaban a aparecer en las filas de los equipos negros. ¿Y qué pasó? Pues que los blancos también se convirtieron en nuestros héroes, en figuras admiradas en los equipos que seguíamos, como los Kaiser Chiefs o los Orlando Pirates o el Amazulu. Coreábamos sus nombres. Claro, cuando acababan los partidos, todos volvían a sus respectivas casas, en sus barrios segregados. Pero el fútbol nos daba esperanzas. Nos enseñaba que no todos los blancos eran malos".

Militantes como Bekebeke apoyaban la política impulsada por el Congreso Nacional Africano de Mandela en contra de la participación de Suráfrica en el deporte internacional. En los años ochenta se impuso un boicoteo global que se extendió a los atletas (no participaba Suráfrica en los Juegos Olímpicos), al críquet y al rugby (deportes blancos en los que Suráfrica siempre estaba entre los mejores del mundo) e incluso al fútbol. Fue un arma poderosa, especialmente en el caso del rugby. Excluir a la selección surafricana, los Springboks, del Mundial de rugby, no permitirles que jugasen partidos contra Inglaterra, Francia o Nueva Zelanda, les dolía, y mucho, a los afrikaners, la tribu dominante blanca, la que controlaba el aparato de Estado. Era como si la selección de Brasil no pudiera jugar en competiciones internacionales, o si se les prohibiera al Barcelona o al Real Madrid jugar en la Liga de Campeones. Y sin duda, como han reconocido altos mandos gubernamentales de los tiempos del apartheid, el boicoteo deportivo fue un factor de presión importante a la hora de convencerles de liberar a Mandela y crear las condiciones para la transición a la democracia.

La ironía fue que los futbolistas negros también sufrieron. Bashin Mahlangu, ex delantero de los Orlando Pirates, fue uno de los grandes jugadores de los años ochenta. "Si hubiera podido competir en la selección, si hubiésemos tenido la oportunidad de mostrar al mundo lo que éramos capaces de hacer, seguramente a mí y a otros nos habrían fichado clubes importantes en Europa", dijo Mahlangu, que recordó que en aquellos tiempos, pese a haber sido adorado desde las gradas, ganaba muy poco dinero. La idea del boicoteo deportivo era presionar a los blancos, pero en el caso de algunos futbolistas negros, los más talentosos, se vieron obligados a hacer grandes sacrificios para la causa. El boicoteo internacional no se podía imponer a un deporte sí y a otro no.

Cuando salió Mandela, todo cambió. El líder del Congreso Nacional Africano decidió que lo que había sido utilizado antes como palo ahora se utilizaría como zanahoria, como incentivo para unificar al país más dividido de la Tierra. Se acabó el boicoteo y a principios de los noventa, incluso antes de las elecciones democráticas de 1994, las primeras en la historia de Suráfrica, las selecciones de rugby y de críquet, en particular, volvieron a triunfar en el mundo. Mandela aceptó que el Mundial de rugby se celebrara en su país en 1995, y cuando los Springboks ganaron la final contra Nueva Zelanda el 24 de junio de aquel año, todo el país se fundió en un abrazo asombroso, glorioso y feliz.

Los jugadores (14 de los 15 eran blancos) aquel día declararon después que habían ganado el partido, contra todo pronóstico, por Mandela y por la causa de la reconciliación nacional. Algo parecido ocurrió el año siguiente, cuando Suráfrica ganó la Copa Africana de Naciones, también contra todo pronóstico. En la final de rugby los negros hicieron causa común con los blancos; en la final de fútbol los blancos se unieron a los negros. Las barreras se rompieron.

En la final de fútbol, contra Túnez, había tres jugadores blancos en el equipo, incluyendo el capitán, un rubio llamado Neil Tovey, que también jugaba para los Kaiser Chiefs, el Real Madrid surafricano. "Coreábamos su nombre desde las gradas, '¡Tovey! ¡Tovey!", recuerda Bekebeke, que pasó uno de sus siete años de cárcel en el corredor de la muerte. "Tovey era nuestro líder. Era blanco, pero eso no era relevante. Era nuestro líder, el de todos los surafricanos aquel día". Suráfrica ganó 2-0, pero, para Barker, el seleccionador y también héroe de la afición negra, hubo otro líder que influyó más en el resultado aquella tarde: Nelson Mandela. "Si hay una cosa en la que todos estamos de acuerdo en Suráfrica, blancos y negros, es que Mandela es el hombre más grande del planeta Tierra. Y aquella tarde de la final fue todo para nosotros. Hacía que los jugadores se entregaran más allá de sus posibilidades". Y que, cuando ganaron, todo el país celebrara una vez más el triunfo deportivo, pero también el hecho de que blancos y negros fueran capaces una vez más de saborear una victoria juntos, de olvidar las antiguas divisiones y compartir un sentimiento de enorme orgullo nacional.

Y orgullo es lo que siente este país que tanto le debe al deporte, que tanto provecho político ha sabido sacarle, ante la inminencia del Mundial de fútbol el año que viene. Recorriendo Suráfrica de arriba abajo para un programa que se emitirá en Informe Robinson de Canal + a lo largo de este mes, lo que se palpaba en todos los lados, en las grandes ciudades y en los más remotos pueblos rurales, fue una vibrante energía. Niños jugando al fútbol vaya donde uno vaya, pero con especial entusiasmo y fervor en un pueblo muy pobre al norte del país, en la frontera con Zimbabue. Aquí ha llegado Dreamfields Project, una ONG creada con vistas al Mundial cuyo objetivo es llevar equipamiento de fútbol -botas, camisetas, pantalones, calcetines, balones- a niños que normalmente jugarían descalzos. E incluso construir campos, con las líneas en su sitio y las porterías de tamaño reglamentario, en las zonas más desfavorecidas del país. El día que fuimos se llevaba a cabo un torneo en el que competían 26 equipos de la zona. Todos iban vestidos igual de bien que los equipos juveniles del Barça o el Madrid. Jugaron partidos en dos campos de tierra batida (los campos Rafa Nadal, les llaman), uno al lado del otro, todo el día, desde las nueve de la mañana hasta la puesta de un fuerte sol. El acompañamiento musical fue permanente y cuando los niños no jugaban, bailaban.

John Perlman, un periodista blanco, creó el Dreamfields Project (www.dreamfieldsproject.org) hace un par de años. Hasta la fecha han construido siete campos, han distribuido equipamiento completo de fútbol a 10.000 niños y han organizado 40 torneos. "El Mundial será un evento inclusivo, seguro, pero la realidad es que la mayoría de la gente no va a conseguir entradas. Por eso es bueno poner en marcha otras historias como ésta, que hacen que el impacto del Mundial llegue a todos de manera festiva e inmediata".

Lo que también se palpa tanto aquí, en el norte rural del país, como en Johanesburgo, Durban y Ciudad del Cabo, las tres sedes principales del Mundial del año que viene, es el impacto que ha tenido el fútbol internacional en la gente. Suráfrica es un país en el que se pueden ver más partidos de fútbol español en directo que en La Sexta, en el que la Premier League inglesa y la Serie A italiana se siguen con conocimiento y pasión. Uno habla con gente pobre y rica, blanca o negra, les entrevista al azar en las calles y se queda asombrado ante lo familiares que les son jugadores como Fernando Torres y David Villa, Xavi y Andrés Iniesta.

Justice Bekebeke es un fanático del Liverpool, enamorado de sus jugadores españoles; Clive Barker recuerda como si fuera ayer el Real Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento; Bashin Mahlangu se desvive por el actual Barça. El interés por el fútbol de fuera es en parte una necesidad, ya que la selección nacional no está a la altura de la de 1996 y se duda seriamente de que se clasifique para la segunda fase del Mundial. Pero lo que está claro es que, a diferencia de Estados Unidos, donde se celebró el Mundial de 1994, Suráfrica es un país futbolero cuyos habitantes se desviven por ver actuar en su tierra a los grandes jugadores del mundo. Cuando su selección caiga, algunos irán con el mejor país africano que quede vivo, algunos con Inglaterra, pero también muchos -Clive Barker lo asegura- con España.

Lo cual demuestra, una vez más, el enorme recorrido que ha trazado Suráfrica en apenas 20 años. Entonces era el paria del mundo, aislado en el deporte como en todo. Hoy se prepara para recibir un premio que en aquellos tiempos habría sido inimaginable. Como dice Justice Bekebeke, que luchó en su día para que el deporte internacional no llegase a su país, "el Mundial de fútbol es el mayor espectáculo del mundo, y organizarlo es el mayor honor que el mundo nos puede conceder".

El 'Informe Robinson' sobre Suráfrica se emite esta noche, a las 0.30 (y a lo largo del mes en distintos horarios), en Canal +. www.plus.es

El periodista John Carlin viaja a Suráfrica para conocer a fondo el país que organizará el Mundial de Fútbol de 2010. El domingo 31 de mayo EL PAÍS SEMANAL publica también el reportaje.Vídeo: CANAL PLUS

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