Gacetilleros, gansos y embaucadores
Juan Luis Cebrián publica 'El pianista en el burdel', una colección de ensayos sobre periodismo en un momento crucial para este oficio. Reproducimos uno de los capítulos
Rebuscando en mi biblioteca a ratos perdidos me encontré con un curioso ejemplar sobre titulares y noticias disparatados, uno de esos libros que, de tanto en tanto, se publican para demostrar la ignorancia, la vulgaridad o, simplemente, la precipitación con que actúan quienes fabrican los diarios. La portada del volumen reproducía la primera página de un periódico de provincias español cuya noticia principal rezaba: "Muere aplastado por una piedra mientras hacía el amor con una gallina". Junto al titular, una fotografía de mala calidad ofrecía la prueba fehaciente del suceso, en el que una roca de varias toneladas había machucado la existencia de un pobre campesino dedicado al refocilo con la ponedora. Puede pensarse que este argumento es una visión marginal o atípica de la función del periodismo, pero en realidad entronca bastante bien con los orígenes del mismo. Las noticias raras y absurdas han gozado siempre de un protagonismo admirable desde que se instalaron los precedentes más conocidos de la historia del periodismo moderno: los gazzettanti venecianos o los canard parisinos.
Reporteros y columnistas se reclaman del pueblo llano, pero luchan por los placeres y dignidades de la corte
El deporte, junto con la pornografía, es ahora el más formidable impulsor de las tecnologías avanzadas
En Internet, las noticias se mezclan con rumores, engaños y fantasías. Se ofrecen gratis; aspiran a tener un mecenazgo
Los periódicos, que presumen de sus habilidades críticas, nadan demasiado en las babas de la adulación
Una mayor abundancia de información no significa, necesariamente, una mejor información
¿Qué hacer como periodistas en este mundo inundado por la imagen y los tambores de la propaganda?
En el siglo XVII los gondoleros vendían por la más pequeña de las monedas de la República véneta, una gazzetta, hojillas manuscritas en las que se comunicaban con singular promiscuidad hechos verdaderos y falsos, pintorescos o importantes, calumnias y denuncias, maledicencias o informes que aportaban los comerciantes llegados a la ciudad y que se transmitían de boca en boca entre los mercaderes, navegantes y trabajadores de los muelles. La etimología del canard parisino tiene que ver, por su parte, con el argot que en las imprentas recibían los panfletos u hojas volanderas en los que los vendedores de rumores y chismes imprimían sus medias verdades o sus mentiras completas para hacerlas circular. Muchas de aquellas historias eran increíbles pero a la gente le gustaban y parecía dispuesta a admitirlas con naturalidad, de modo que pagaba por ellas lo mismo que por que le leyeran las líneas de la mano. Eso pone de relieve que los ciudadanos, entonces como ahora, prefieren la imaginación a la verdad a fin de que ésta no les disturbe demasiado.
Enseguida los gobiernos descubrieron la utilidad propagandística de las gacetas, de modo que reyes y validos se dedicaron a prestigiarlas, otorgando a determinados súbditos el privilegio de su publicación e institucionalizando su función. La palabra «gaceta» se santificó y universalizó, dejando de denominar una moneda para dar nombre a los periódicos impresos, aunque el proceso no fue lo bastante intenso como para evitar que todavía llamemos gacetilleros a aquellos periodistas irrelevantes, superficiales o que realizan su trabajo sin rigor informativo.
En resumen, la profesión periodística tiene a la vez un origen canalla y un pedigrí regio, características que la han acompañado durante toda su historia. Reporteros y columnistas no cesan de reclamar su pertenencia al pueblo llano, pero al tiempo luchan denodadamente por participar de los placeres y dignidades de la corte. Habitantes permanentes de palacio, en sus corredores tendemos a ser considerados unos intrusos tan necesarios como incómodos, sobre todo desde que los reyes y la nobleza se eligen mediante el sufragio. Basamos nuestra fuerza en un curioso y no reconocido ejercicio de populismo que nada tiene que aprender de las mañas y trucos de los gazzettanti venecianos o de los criadores de aquellos canard parisinos, auténticos gansos que inundaban con sus graznidos los arrabales del burgo.
Los bulos de los gondoleros interesaban lo mismo a los hombres de negocio que a los intelectuales, que ya habían concedido a Heródoto el título de historiador aunque se permitiera inventar la existencia de seres tan poco creíbles como los hombres sin cabeza. El espíritu de nuestra profesión vino a enlazar así, sin demasiado esfuerzo, nada menos que con la mitología romana, y enseguida hubo quien descubrió la conveniencia de llamar mercurios a los diarios. Mercurio, lo mismo que su antecesor griego Hermes, era el dios romano del comercio y consiguiente patrón de mercaderes y ladrones, pero también, sobre todo en su versión helénica, era el mensajero de los otros dioses y el protector de la elocuencia, lo que le convirtió enseguida en padrino de los mentirosos y cómplice de los estafadores.
Los primeros mercurios periodísticos nacieron en Bélgica y Francia a mediados del siglo XVII. En 1827 don Pedro Félix Vicuña, junto con los tipógrafos Tomás G. Wells, norteamericano, e Ignacio Silva Medina, fundó El Mercurio de Valparaíso, antecesor directo del actual Mercurio de Chile desde que don Agustín Edwards lo comprara en 1880. Este diario es hoy el periódico de habla hispana más antiguo de cuantos se publican en el mundo, aunque la Gaceta de Madrid, título que hasta hace poco ostentó el Boletín Oficial del Estado español, se fundó ya en 1661 y jugó en el siglo XVII un importante papel en las conspiraciones políticas de la época. Sin embargo, desde hace décadas no es un diario al uso sino la revista donde se publican leyes, decretos y ordenanzas antes de que entren en vigor. Y en enero de 2009 el gobierno decidió dejar de editarlo en papel, limitándose a difundirlo a través de la Red.
Se lo mire por donde se lo mire, el periodismo moderno nació ligado al dinero, bien o mal ganado, y al poder, mal o bien ejercido, pero también a la literatura y, aunque es menos frecuente señalarlo, al café y al tabaco, drogas sublimes canonizadas por nuestra civilización. Quizá la cabecera más biensonante de cuantas se publican en el enjundioso panorama periodístico italiano sea Il Resto del Carlino de Bolonia. Como en el caso de las gacetas este título hace alusión, aunque de manera sumamente sofisticada, a la moneda con que se adquiría el diario. El precio estaba relacionado con el de los populares puritos toscanos que se fumaban en los cafés y salones de la época. Un cigarro costaba ocho céntimos y el comprador solía pagar con una moneda de diez, conocida popularmente como «carlino» en la zona boloñesa, con lo que el estanquero le devolvía dos céntimos. Un avispado editor de Florencia decidió publicar un periódico bajo el título Il Resto del Sigaro (literalmente, el vuelto o la devolución de lo que se pagaba por un cigarro), estableciendo el precio en esos dos céntimos que sobraban de los diez del carlino. Los impresores de Bolonia le imitaron pero decidieron llamar al periódico Il Resto del Carlino (la vuelta del carlino) para dar a su publicación una identidad local. El resultado era que, por diez céntimos, uno podía fumarse un toscano y leer un diario de ocho páginas cómodamente sentado en cualquiera de los cafetines de la ciudad en los que se comentaban las noticias, se discutían las opiniones y se fraguaban las conspiraciones políticas o literarias. Sucedía exactamente lo mismo en el café que Benjamin Harris instaló en 1686 en Boston. Este vendedor de libros inglés había llegado a Massachusetts huyendo del rigorismo político de la metrópolis, donde le condenaron a una multa de cinco mil libras por distribuir publicaciones sediciosas. En América fundó una librería, además del café de marras, y en su local comenzó a distribuir una publicación periódica con noticias y comentarios de actualidad. Publick Occurrences, Both Foreign and Domestick fue el nombre que dio a su mercurio de tres páginas editado sin permiso oficial, por lo que la autoridad competente clausuró de inmediato la publicación, de la que sólo vio la luz su primer número. De todas formas el historiador del periodismo norteamericano Bernard A. Weisberger ve en Harris al creador de "un prototipo de periodista americano -activo, agresivo e independiente-" (1) al que contrapone el estilo del llamado periodismo de responsabilidad, encarnado por el funcionario de correos John Campbell, escocés de nacimiento y fundador en 1704 del Boston News-Letter, que se editó naturalmente con los debidos permisos oficiales. Ser responsable equivale desde entonces, muchas veces, a ser sumiso o a divulgar lo que la autoridad quiere que se difunda. Aunque en tiempos de Campbell no se había inventado todavía la corrección política en el sentido actual, no cabe duda de que podemos hallar en las hazañas de este ambiguo cartero un precedente que la avala. La corrección política equivale en demasiadas ocasiones al sometimiento al poder y ésta es una paradoja de la que no hemos podido prescindir en los doscientos últimos años: los periódicos, que presumen de sus habilidades críticas contra el que manda, nadan demasiadas veces en las babas de la adulación.
Aquellos productos de la prehistoria del periodismo se esforzaban mucho más en ser baratos que en ser creíbles y el respeto no les venía necesariamente tanto del hecho de que dijeran la verdad de las cosas como de su relación con el soberano. Tenían una gran vocación de halagar y complacer a su público con historias que le interesaran, truculentas o macabras unas, risueñas las menos, pero todas con hondo contenido humano o llenas de rabioso activismo político. Y sabían mezclar, con singular maestría, el ocio y la conspiración, la defensa de valores sublimes, como la libertad o la rebeldía frente a los abusos, con la de las cuentas de resultados de unos negocios que resultaban verdaderamente opíparos. Eso ha hecho, a lo largo de la historia, que los periódicos se conviertan en verdaderos microcosmos y que sus primeras páginas sean como caleidoscopios de la vida, en los que se mezclan las más variadas formas de noticias y opiniones, desde los golpes de Estado o los anuncios de grandes descubrimientos científicos, hasta la admonición moralista de que no conviene hacer el amor con las gallinas, ni siquiera el sexo sin amor con ellas, so peligro de morir sepultado.
Un adagio inglés asegura que periodista es todo aquel que va por la calle, se detiene, ve lo que sucede y se lo cuenta a los demás, pero el refranero español señala que "nada es verdad ni es mentira, todo depende del cristal con que se mira". De las formas de contar, del énfasis, de los adjetivos, de la transparencia y de la objetividad depende en gran medida el aprecio que uno reciba por parte de los lectores. Creo que era Azorín -no me he preocupado de buscar la cita- el que contaba de un aspirante a reportero a quien, cuando acudió a pedir trabajo, el redactor jefe le envió a comprar tabaco y cerillas -siempre el tabaco aliado de la profesión- a un puesto cercano. Al regreso del recadero, el redactor arrojó a la papelera lo que éste le había comprado y le ordenó: "Dime ahora lo que has visto mientras hacías el encargo". Las dotes de observación son fundamentales en la actividad del periodismo, pero tampoco son algo específico de ella. Los espías, los policías y los novelistas suelen prestar más atención que nosotros a las anécdotas, con lo que mejora su productividad y resultan más capaces a la hora de indagar el fondo de las cosas. Sea por la incapacidad de los narradores o por su malevolencia, el periodismo nació ligado a la ficción, a las deformaciones más o menos interesadas de la realidad y a la interpretación de los hechos de acuerdo con potencias que le trascendían. Eso le predisponía, ya en su primera infancia, a convivir con la civilización del ocio y con el mundo del espectáculo, tanto como con los elementos del romanticismo y el patriotismo que ayudaron durante el siglo XIX a la creación de conciencias colectivas e identidades nacionales. La implantación de los periódicos de a centavo en Estados Unidos y la invención de la rotativa impulsaron la popularidad de los diarios, que pasaron de vender ocho o diez mil ejemplares, en el mejor de los casos, a cifras muy superiores a los cien mil. Los patitos parisinos se convirtieron en auténticas bandadas de ocas que despertaban la avidez de los políticos y la pasión de las gentes. La última guerra colonial de la España del XIX, que se saldó con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, fue un conflicto fundamentalmente agitado por las columnas de los periódicos de Hearst, que no dudaban en manipular y mentir cuanto fuera preciso para exaltar el ánimo patriótico de los norteamericanos en su solidaridad con los rebeldes de la perla del Caribe. Los métodos del ciudadano Kane, en su temprano ensayo de capitalismo salvaje aplicado a la prensa, no se diferenciaban mucho de los que, décadas antes y en cuestiones completamente distintas, habían sido administrados por Karl Marx como director de la Nueva Gaceta del Rin. "La constitución que regía en la redacción del periódico -cuenta Friedrich Engels (2)- se reducía simplemente a la dictadura de Marx. Un gran periódico diario, que ha de salir a una hora fija, no puede defender consecuentemente sus puntos de vista con otro régimen que no sea éste".
La verdad es que, ya entonces, la democracia interna tenía que ver con las redacciones de los periódicos todavía menos que con las direcciones de los partidos políticos. Desde la Gaceta, Marx se dedicó a agitar las aguas de la revolución alemana y a propiciar la guerra con Rusia. Como los de Hearst, sus periodistas eran redactores, pero también combatientes. En la redacción del periódico había ocho fusiles con bayoneta y doscientos cincuenta cartuchos, amén de los gorros frigios de los cajistas. La diferencia notable entre ambas experiencias es que Hearst creó un imperio periodístico que todavía perdura y la Gaceta renana apenas duró un año. Pero su lección fue bien aprendida por Lenin, que desde la publicación en el exilio de Iskra comprendió que un periódico era el mejor agitador colectivo imaginable y el mejor organizador político también. La historia de la prensa se encuentra, así, íntimamente ligada a la de las guerras y las revoluciones, sin necesidad de ahondar mucho en lo que las motivaba. Los movimientos de masa eran lo suyo, pues era la masa a la que se dirigían los periódicos, y quienes los fabricaban comprendieron desde el principio que el amor y la muerte, el sexo y la sangre han sido siempre las grandes verdades que han conmovido a la humanidad, independientemente de razas, religiones o clases sociales. En su reciente y luminoso libro sobre Camus (3), Jean Daniel, fundador de Le Nouvel Observateur, cuenta que Sartre le dijo en el comienzo de aquella aventura: "No dudéis en hablar de sangre y sexo. Es lo que les gusta a los burgueses y les provoca sentimientos de culpa".
Cuando Orson Welles estrenó su Guerra de los Mundos en los estudios de la RKO-Radio de Nueva York, ya había bastante experiencia profesional como para construir los reportajes al modo de los grandes dramas shakesperianos o de los guiones de Holly-wood. Los diarios llevaban siglos imaginando métodos que conmovieran las conciencias de cientos de miles de lectores. Pero algunos de los que conectaron el aparato de radio, transcurrido un tiempo desde el inicio de la narración de aquel famoso programa sobre la conflagración entre planetas, pensaron que asistían a un reportaje acerca de un hecho cierto, con lo que no faltó quien se arrojara por la ventana, presa del terror. De todas formas aquélla era una costumbre relativamente extendida entre los norteamericanos de la época que la practicaron con profusión, sobre todo, durante los años de la gran depresión económica de 1929. Ocho décadas después el mundo padece una crisis financiera y productiva singularmente peor, pero la práctica de despeñarse por el mirador de la propia casa ha desaparecido.
Welles demostró lo fácil que era confundir realidad y ficción, verdad y mentira, en los llamados medios de comunicación de masas y lo cerca que estaba ya la información del espectáculo, aunque, según hemos visto, siempre habían sido elementos bien avenidos desde el comienzo de los tiempos. La aparición de los sistemas radiofónicos, y de la televisión después, tuvo efectos políticos insospechados. Los tronos y dominaciones de esta tierra descubrieron que, de nuevo, era necesaria su intervención, en forma de permiso previo o de concesión administrativa, a la hora de ejercer los ciudadanos la libertad de expresarse. Con motivo, o bajo pretexto, de lo escaso del espectro radioeléctrico, determinaron un sistema de concesión de frecuencias y canales que limitaba el ejercicio de las operaciones en radio y televisión, pudiendo ser desempeñado sólo por quien obtuviera una licencia. Es como si los burócratas modernos hubieran resucitado la virtualidad de las cédulas reales que antes se concedían para el imprimátur de los periódicos. Muchos gobiernos, que se jactan de ser democráticos, las administran de igual modo, premiando a sus amigos y castigando a los enemigos según su antojo. Al margen de estas consideraciones, la irrupción de la televisión en la vida de los ciudadanos vino marcada por los mismos signos que el periodismo primitivo: sus contradictorias relaciones con el poder político y económico, de un lado, y su moderna tendencia a mezclarse con el culto al cuerpo en todas sus manifestaciones, del otro. La Feria Mundial de Nueva York de 1939 fue la ocasión elegida por la NBC para que el presidente Roosevelt saludara desde la pantalla a los neoyorquinos que pudieran verle en alguno de los ciento cincuenta receptores diseminados por la ciudad. En días sucesivos, algunos partidos de béisbol y un combate de boxeo constituyeron las retransmisiones estrella del nuevo invento. Desde sus inicios, el deporte se definió como uno de los poderosos motores capaces de desarrollar el mundo de la comunicación. En la actualidad, junto con la pornografía, es el más formidable impulsor de las tecnologías avanzadas.
La aparición de los medios electrónicos y audiovisuales causó en su día considerable alarma entre los diaristas y sus empresarios, ante la eventualidad de que el favor del público les abandonara. Los periódicos se esforzaron en buscar su nuevo papel al tiempo que conservaban un rol emblemático. Convertidos en banderas de ideologías, posiciones políticas o reclamos populares, perfeccionaron sus sistemas de impresión y distribución, incorporaron la fotografía, primero, y el color después, mantuvieron precios relativamente moderados y descubrieron su misión explicadora de las noticias y difusora de las opiniones. Se proclamaron campeones del pluralismo, ante la poca variedad de la oferta televisiva que, en muchos países y durante mucho tiempo, se ejerció de forma monopolística -pública o privada- y se adentraron en las fórmulas del nuevo periodismo, que produjo escritores tan espectaculares como Capote o García Márquez, y del periodismo de investigación, que provocó la ira, el descrédito y la dimisión del presidente Nixon por el caso Watergate. Naturalmente, las tiradas y difusiones no crecían de acuerdo con el aumento de la población, desaparecieron casi por completo los periódicos vespertinos, sustituidos por los nuevos medios, y la publicidad encontró nuevas y más poderosas formas de expresión que las de los diarios. Pero a pesar de las dificultades y de que, ya en los años sesenta, el ochenta por ciento de los ciudadanos de los países desarrollados se enteraba primordialmente de las noticias a través de su televisor, la prensa escrita descubrió que, en realidad, los medios, todos los medios, eran complementarios y no había lugar para el pánico. Todos tenían su sitio bajo el sol.
Con los nuevos sistemas, la profesión de periodista se hizo más multidimensional que nunca. Continuó afincada en los terrenos de la política, habida cuenta de que ésta tenía y tiene cada vez más que ver con lo mediático, pero potenció sus aspectos de entretenimiento y aventura. Los diarios ingleses habían financiado durante la época victoriana costosas expediciones al África negra, normalmente en combinación con las sociedades geográficas o los clubes de historiadores, y los corresponsales de guerra proliferaron desde mediados del XIX. La invención de las modernas tecnologías potenció estos aspectos temerarios del oficio, al tiempo que generaba nuevas profesiones o subdivisiones dentro de la misma profesión de periodista. Éste acabó siendo alguien que lo mismo pegaba telegramas o escribía necrológicas en una redacción que se lanzaba en paracaídas sobre cualquier país en conflicto, armado sólo con una cámara y un bolígrafo. Permanecía inmutable, eso sí, un aspecto de la naturaleza profunda de nuestro trabajo, consistente en la dualidad de ser ejercitado por habitantes de palacio pero fuera de sus murallas, o quizá debiera decir a la inversa: por plebeyos avispados, inmiscuidos en los pasillos de la corte.
A mediados de la década de los setenta y principios de los ochenta del pasado siglo, grandes novedades tecnológicas comenzaron a revolucionar las técnicas de impresión y distribución. Los diarios abandonaron paulatinamente los talleres del plomo e incorporaron la edición electrónica. Inventos que habían revolucionado la vida de la prensa como la linotipia o la estereotipia, y que habían demostrado su utilidad durante más de un siglo, quedaron obsoletos en menos de una década. Con la implantación de estas maravillas, los grandes periódicos seguían siendo una parte del complejo industrial de los países, pero abandonaban sus características de industria pesada, abarataban sus costos de producción y limitaban sus necesidades de personal. El desarrollo de los satélites artificiales les permitió además ampliar su campo de acción en el mercado. Por su propio origen la prensa había sido siempre un fenómeno local, o como mucho nacional en los Estados pequeños o medios. Dada su importancia en la configuración de la opinión pública y en la creación y sostenimiento de identidades colectivas, la distribución de diarios recibía numerosos apoyos públicos en la mayoría de los países. Tarifas subvencionadas en correos, y hasta trenes o aviones especiales, ayudaban a difundir un producto considerado por todos los regímenes como de primera necesidad: en las democracias, porque se basan en la opinión pública; en las dictaduras, porque lo hacen en su manipulación y conversión en propaganda. Los satélites demostraron que podían ser útiles no sólo para la difusión de la televisión a las cabeceras de cable o directamente a los hogares dotados de antenas parabólicas, sino para la dispersión de las facilidades de imprenta y la publicación a distancia de los diarios. Eso permitió que un periódico minoritario como el Wall Street Journal de Nueva York se convirtiera en el de más tirada de Estados Unidos, con cobertura nacional, o que el International Herald Tribune de París presumiera de ser verdaderamente un diario global, con ediciones en los cinco continentes.
La televisión avanzaba por iguales derroteros y los Juegos Olímpicos de Moscú, en el año 1980, fueron la gran oportunidad que la CNN utilizó para convertirse en la primera cadena planetaria de noticias. Poco después, con ocasión de la guerra del Golfo, se puso de manifiesto su primacía mundial como fuente de información en las crisis mundiales. Y cuando los gobiernos de Washington y Londres -con el vergonzante apoyo del desgobierno instalado entonces en Madrid- decidieron ocupar Irak, comprobamos hasta qué punto las guerras del futuro han de variar en estrategia y significado debido a su retransmisión en directo por las televisiones de todo el mundo. Nunca antes de esa fecha había sido narrado un conflicto bélico con el detalle y la crudeza que se vio en las imágenes de la toma de Bagdad. Cientos de periodistas pudieron contarnos la tragedia tanto desde el punto de vista de los vencedores como del de sus víctimas. La actitud de rechazo de la opinión pública europea a la política yanqui se basó en gran medida en el esforzado sacrificio profesional de los corresponsales desplazados al escenario de los hechos. Más de una veintena de ellos pagaron con su vida el servicio que rindieron a los ciudadanos. Ellos fueron quienes escribieron las mejores páginas de heroísmo en un conflicto que nunca debió estallar.
Pero lo más notable estaba por venir. En 1993 el gobierno de Estados Unidos promovió una política de liberalización en las telecomunicaciones que sirvió para propiciar la extensión de Internet, a partir de la apertura a todo el mundo de las antiguas redes de inteligencia, defensa e investigación. Cuando Bill Clinton asumió la presidencia apenas había unos cientos (quizá menos) de páginas web en la Red. Hoy se cuentan por miles de millones. Hasta 1989 no se creó el lenguaje del hipertexto y los primeros navegadores no aparecieron en el mercado sino a principios de los años noventa. En menos de una década, el crecimiento del uso de Internet fue explosivo y el desarrollo de la Red se llevó a cabo a una velocidad incomparable respecto al tiempo de implantación de precedentes novedades tecnológicas. Sorprendidos más tarde por el pinchazo de la burbuja digital en los mercados de valores, algunos pensaron que se habían exagerado las expectativas en torno al impacto que la red de redes había de suponer en el comportamiento de la economía, la información y las comunicaciones mundiales. Pero el aventurerismo financiero de unos cuantos brokers, con deseos de enriquecerse rápidamente, no debió confundirnos a la hora de hacer predicciones. El actual desastre financiero que padecemos, la primera crisis económica global, según se la ha definido, tiene que ver de nuevo con la implantación de los sistemas digitales a escala mundial. La sociedad digital, cuyo paradigma más evidente se desprende del modelo de Internet, está revolucionando todos nuestros comportamientos, tanto individuales como sociales, y significa el comienzo de una verdadera nueva civilización. Como en los vuelos transatlánticos, la rapidez a la que se genera el proceso sólo es perceptible cuando miramos hacia atrás y contemplamos el poco tiempo empleado en el trayecto.
La sociedad digital es conocida también como sociedad de la información o del conocimiento, y está influyendo poderosamente sobre el periodismo y sus diversas manifestaciones. Para comprender de inmediato lo que la Red significa basta con explicar que, hoy en día, toda la información disponible en el mundo está en ella, al alcance, en principio, de cualquier ciudadano conectado al sistema y que tenga las habilidades y capacidades necesarias para servirse de él. El viejo sueño de la biblioteca universal parece así cumplido: todo el saber coleccionado, archivado, ordenado, a disposición de los usuarios. Pero, además, se trata de un saber dinámico, interactivo, dialéctico, en continua expansión gracias a la intervención de esos mismos usuarios. Un hecho así convierte en anticuado el adagio de que quien tiene la información tiene el poder, porque la información se ha convertido casi en un bien mostrenco, o en un bien público, al servicio y disposición del común de los mortales. Esta reflexión mía, hecha al hilo de una conversación con Felipe González que dio lugar a un libro de éxito, justifica otra más seria del ex presidente del gobierno español: "No somos capaces de comprender -dice- que ya la información en sí no es poder, sino la administración y la coordinación razonable de la información, para obtener resultados operativos. El liderazgo no se demuestra por disponer de información sino por la capacidad para producirla y utilizarla" (4).
Un entorno semejante tiene que afectar necesariamente a la función y las condiciones del periodismo. Si la información no es poder se debe, entre otras cosas, a la plétora inmensa de datos y noticias que existe en nuestra sociedad, al bombardeo incesante que sufren los ciudadanos desde los diarios, las emisoras de radio y televisión, e Internet, sobre hechos que apenas comprenden y cuya importancia para su vida cotidiana con frecuencia desconocen. Una mayor abundancia de información no significa, necesariamente, una mejor información, y quizá por esa vía podamos descubrir algunas de las nuevas misiones mediadoras del periodismo entre la sociedad y los individuos: la del análisis, explicación y selección de los hechos; la del descubrimiento de aquellos datos que existen y son públicos pero ninguno conoce, porque están al alcance de todos pero nadie sabe cómo llegar hasta ellos.
Las tecnologías avanzadas nos devuelven, de alguna manera, a la prehistoria del periodismo. En la sociedad de la información los canard parisinos y los menanti o gazzettanti venecianos campaban por sus respetos. En la Red, las noticias se mezclan con los rumores, los engaños y las fantasías, se venden por menos de una gazzetta, porque se ofrecen de forma gratuita y buscan su refugio económico en las prácticas de la antigüedad clásica. Como Horacio, aspiran al mecenazgo de algún emperador, aunque aparentemente tenga el aspecto de una botella de Coca-Cola. Descubrimos también el retorno a los tiempos épicos del periodismo en los que un hombre sólo con una pluma y una resma de cuartillas se disponía a desafiar al mundo. Así nació el Herald en Nueva York, en la primera mitad del siglo XIX (1835), gracias a la voluntad de su fundador James Gordon Bennett que hacía las veces de reportero, director, cajista, impresor, distribuidor, agente de publicidad y experto en mercadotecnia. La Red permite la existencia del periódico hecho por un solo redactor y dirigido personal y específicamente a un solo lector, porque propicia la personalización de la información, su especialización al máximo, la convergencia entre el productor de la información y el receptor de la misma.
Algunos se preguntan, con cierta angustia, sobre el futuro del soporte papel para libros y diarios, al que Bill Gates ya ha vaticinado una supervivencia de muy pocos años. Es todavía pronto para establecer predicciones de este tipo que tienen que ver no sólo con los avances de la tecnología y las demandas de racionalidad económica o ambiental sino, sobre todo, con los hábitos de los consumidores y las infraestructuras sociales. Pero no debe haber sitio ni para el temor ni para la desesperanza. Al cabo, ¿no será mejor leer en una pantalla de cristal líquido, flexible, bien iluminada, con grandes letras y capacidad de enlaces a otros temas a través del hipertexto, que hacerlo en un papel con cara de añoso, mal impreso y lleno de imperfecciones? La cuestión fundamental no reside en el soporte de la información -contra lo que McLuhan predicaba- sino en la información misma. A partir del hecho de que un periódico en la Red no es un periódico, porque no sale periódicamente, sino que se renueva de continuo; a partir del fenómeno imparable de la convergencia entre textos, vídeo y audio, que las nuevas tecnologías favorecen; a partir de que el mercado se ha hecho global, planetario, y la realidad tan paradójica que nos permite dirigirnos individualizadamente, pero a la vez, a millones de personas, sin fronteras geográficas ni temporales que lo impidan, el ejercicio de nuestra profesión va a cambiar de forma sustancial; lo está haciendo ya. En el regreso al primitivismo de nuestra especie podemos descubrir quizá los signos del porvenir que nos aguarda, inspirándonos en lo que el futuro fue o pudo ser en la antigüedad; pero podemos sospechar también, usando el verbo de Paul Valéry, que el futuro no es ya lo que era y que la humanidad se adentra cada día en un mundo desconocido y sorprendente para ella, en el que es necesario comenzar a construir casi desde los cimientos.
Ésta es la sensación, al cabo, que nos produjo a tantos el ataque terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York. Un hecho que cientos de millones de personas de todo el mundo contemplaron en directo a través de las pantallas de sus televisores. Un drama inigualable que adquiría, por momentos, tonos y representaciones del mejor y más increíble de los guiones de Holly- wood, sólo que en este caso los millares de víctimas eran reales, como reales son las vidas segadas por las bombas en Afganistán, en Irak o en las estaciones de Madrid y Londres. ¿Cabe mayor metáfora de la globalización de la información, de la globalización de la economía, de la globalización del poder, de la guerra y la paz, del terrorismo y el miedo, que los sucesos del 11 de septiembre en Nueva York y Washington y las horribles secuelas desatadas por ellos? Pero ¿qué hacer como periodistas en este mundo inundado por el reinado de la imagen y los tambores de la propaganda? Algunos se preocupan, no sin razón, por las tendencias autoritarias que en las democracias más antiguas se aprecian hoy, constreñidos y aterrorizados sus ciudadanos por la lábil e insidiosa amenaza del terrorismo. No se dejan de oír voces que protestan por el aumento de la autocensura, cuando no de la censura a secas, en los medios de comunicación occidentales. Nos hallamos ante una opción difícil entre los elementos de seguridad y libertad que las poblaciones demandan, un equilibrio siempre inestable en cualquier democracia, que en un momento dado inclinó su balanza a favor de la seguridad porque los ciudadanos del mayor imperio de la historia habían sufrido un ataque indiscriminado y letal. Llama la atención la diferente utilización de las imágenes de las víctimas por las televisiones americanas y por la árabe Al Jazira, la gran revelación del periodismo global en las crisis recientes. Las primeras tuvieron exquisito cuidado en no utilizar para galvanizar las conciencias ciudadanas el dolor ajeno, los cuerpos sin vida y destrozados de quienes se hallaban en las Torres Gemelas en el momento del ataque. La televisión de Qatar, durante las guerras de Afganistán e Irak, como durante la crisis de Gaza en las navidades de 2008, no dejó de emitir documentos que ponían de relieve el sufrimiento de niños y ancianos. Cuerpos mutilados, yacentes en medio de una extrema pobreza, golpearon a diario la conciencia de los telespectadores. ¿Dónde está la línea sutil que separa la propaganda del deber de informar; la sumisión al poder legítimo en tiempos de crisis, del derecho a la libre expresión? Por más que puedan y deban hacerse críticas a los excesos cometidos en Estados Unidos, yo no puedo dejar de elogiar el sentido de la responsabilidad que sus medios de comunicación exhibieron en ocasión del 11-S, lo mismo que protesté y protesto por las burdas manipulaciones a las que las grandes cadenas de televisión han sometido a los espectadores durante la guerra de Irak. En España el dolor de las víctimas del terrorismo ha sido y es constantemente utilizado por los medios de comunicación con objeto de sensibilizar a la opinión pública respecto a políticas determinadas, del todo discutibles. Sé cuán delicada es esta cuestión y cuán difícil generalizar. Ésta es una buena ocasión, en cualquier caso, para reflexionar, para la autocrítica, más que para la acusación al otro. Y una oportunidad para repasar los orígenes de nuestra profesión, en los que está también inscrito su destino. Quizás así podamos comenzar a descubrir cómo ha de ser el periodismo que nos aguarda en el futuro; cómo ha de ser el periodismo en los nuevos tiempos del cólera.
(1) Bernard A. Weisberger, The American Newspaper Man, University of Chicago Press, 1961 [Evolución del periodismo, México, Letras, 1966, pgs 2 y ss]. (2) Friedrich Engels, Marx y la Nueva Gaceta del Rin, en Socialdemocrat, 13 de marzo de 1884. (3) Jean Daniel, Camus. A contracorriente, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2008. (4) Felipe González y Juan Luis Cebrián, El futuro no es lo que era, Madrid, Aguilar, 2002, pg. 205. - El pianista en el burdel, de Juan Luis Cebrián. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Se publica el 1 de junio. Precio: 21 euros.
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