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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Europa relegada

En este acelerado descenso hacia la nada que sufren los debates políticos en la España del siglo XXI llega el turno a Europa, en otro tiempo espejo que nos daba la medida de nuestra desventura. Pasar una temporada en Francia, un verano en Inglaterra, asistir -los más audaces- a clase en alguna universidad alemana, visitar Roma, constituía una especie de iniciación: desde la lejana revolución liberal hasta la cercana dictadura, los españoles que salían a Europa regresaban convencidos de que no existía más futuro que ser como en el presente eran ellos, los europeos.

Esa convicción apasionada alentó una inmensa literatura y no poco debate político que finalmente explotó en los años ochenta del siglo pasado, cuando una generación de nacidos bajo la dictadura dio lo mejor que llevaba dentro impulsando el proceso de incorporación a Europa. En una combinación única, quizá irrepetible, de entusiasmo e inteligencia, fuimos capaces de sortear obstáculos y allanar barreras: nadie, comenzando por Francia, regaló nada; fue un logro que puede y debe atribuirse en primer lugar a los dirigentes políticos de aquella generación.

Si se compara aquel momento con estos días de ahora no queda más remedio que preguntarse qué habremos hecho tan mal en lo que va de siglo para tener que sufrir un debate como el que nos propinaron hace unos días los cabezas de lista de los partidos popular y socialista. Desde luego, podía temerse lo peor: los dos han sido ministros, los dos abandonaron el Gobierno -uno, a regañadientes- para liderar una operación de conquista del poder en sus respectivas comunidades autónomas; los dos fracasaron en el empeño; los dos recibieron como premio de consolación encabezar la candidatura de su partido al Parlamento Europeo.

Con tales antecedentes, es lógico que Europa no fuera para ninguno de ellos, ni para los dirigentes de sus partidos, que suelen enviar allí a gentes abrasadas en política interior, un interés prioritario: sus carreras han sido típicamente nacionales. Y la política nacional consiste hoy en un agrio forcejeo entre los dos grandes partidos por ver quien es más hábil en la descalificación del adversario, epítome de corrupción. Si nuestra clase política se detuviera a calibrar el efecto devastador de su propia imagen que resulta de esta estrategia de polarización, si pensara en la hartura y el cinismo que extiende por la sociedad ese permanente combate de suma negativa, tal vez podría decidirse a hablar de algo que no fuera denostar al adversario.

Para eso, las elecciones europeas venían como anillo al dedo. No hablar del PP, o no todo el rato, si se es del PSOE, y viceversa. Qué alivio, de verdad, si por un momento se olvidaran del contrario y hablaran de Europa, sí, de Europa, del Tratado de Lisboa, de las políticas ante la crisis, de la futura presidencia, de los movimientos migratorios, del papel del Parlamento, de los problemas de la ampliación. Podían hacerlo, es fácil: basta con que cada cual exponga lo que piensa su partido acerca de los problemas concretos que afectan hoy a la construcción europea y que, por tanto, nos afectan a todos nosotros, europeos al fin.

Pero no. Como hay que ganar, y como para ganar alguien ha decretado que es preciso elevar el nivel de confrontación, Europa de nuevo relegada. Nadie habla de ella: el popular no sabe más que repetir que el único culpable de los cuatro millones de parados es el Gobierno; el socialista machaca con la cantinela de que si gana el adversario volvemos a las tinieblas. La consigna parece ser: no hables de Europa porque las encuestas revelan que para decidir su voto, los españoles tendrán más en cuenta los temas de política interior que los relacionados con la Unión Europea. Y hala, allá va la alegre muchachada, a hurgar en la basura del contrario.

¿De verdad se trata de elecciones al Parlamento Europeo? Tal como se ha planteado la campaña, más parece un torneo sobre corrupción interior que una consulta sobre el futuro de Europa. Y siendo así las cosas, la primera reacción del elector cínico es desear que cada cual obtenga el voto que merece según el nivel de corrupción que atribuye a su adversario y darse media vuelta. Luego reflexiona: Europa se encuentra, de nuevo, en una encrucijada; es preciso, por encima de las miserias de la política interna, reforzar su Parlamento. Cierto, los partidos no lo ponen fácil, pero qué le vamos a hacer: lo que tenemos es lo que da de sí una generación de líderes políticos que nunca han sentido la necesidad de salir de España y expresarse en una lengua que no sea el español.

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