¿Paz en Sri Lanka?
Derrotada la guerrilla, el Gobierno debe poner fin inmediato al sojuzgamiento de la minoría tamil
Cuando acaba una guerra civil de más de 25 años que se ha cobrado cerca de 100.000 víctimas en medio de atrocidades indecibles, hacer la paz es algo más que una declaración de intenciones. En Sri Lanka, el presidente Mahinda Rajapaksa ha proclamado el final del más largo y sangriento conflicto de Asia, tras la derrota de los Tigres de Liberación del Eelam Tamil a manos del Ejército cingalés, en su último bastión del norte de la isla, y la muerte de todos los jefes insurgentes, incluyendo el supremo y sanguinario Velupillai Prabhakaran. En los últimos tres meses, los de la despiadada ofensiva final, esa derrota sin testigos independientes se ha llevado por delante la vida de miles de civiles indefensos, rehenes atrapados entre el fuego de los Tigres y los indiscriminados bombardeos gubernamentales.
Más de un cuarto de millón de tamiles que pudieron huir de la región con lo puesto están ahora hacinados, en una pesadilla humanitaria, en campos de refugiados, con la promesa de Colombo de reasentarlos antes de final de año. Los donantes de Sri Lanka, la UE en particular -que pese a su elocuencia democrática ha vendido armas al Gobierno violando su propio código de conducta-, deben asegurarse estrictamente de que esos campos son de refugiados, no de concentración, y pasan a control civil. India, potencia regional, por su estrecha vecindad e implicación -en el sur habitan 60 millones de tamiles- tiene un papel clave que desempeñar en la pacificación de Sri Lanka.
La guerra civil que estalló como tal en 1983 hunde sus raíces en 1948, cuando a raíz de la retirada británica de la antigua Ceilán la minoría tamil perdió su estatus de favor. El ininterrumpido sojuzgamiento desde entonces por parte de la mayoría budista cingalesa (idioma, cultura, derechos administrativos) permitió a Prabhakaran lanzar en 1976 un movimiento armado. Los Tigres, con una visión absolutista de una nación separada, acabaron secuestrando la causa tamil, exterminaron a grupos rivales y se hicieron con el control de una cuarta parte del país, en el norte y el este. En este cuarto de siglo, los insurgentes de ideología marxista se convirtieron en el ejército irregular más temido del mundo y en pioneros del terrorismo suicida. En el otro bando, el fanatismo cingalés asesinaba a todos aquellos que se inclinaban por el compromiso o estaban contra la guerra total. El conflicto ha dejado en la bellísima isla del Índico una trágica cultura de impunidad y sangre.
Los Tigres han perdurado porque Colombo nunca aceptó el trato igualitario para su minoría previsto en la Constitución. El presidente Rajapaksa reiteró ayer que la victoria militar no puede ser la solución final y prometió dar a los tamiles derechos iguales en Sri Lanka. Nadie debe llorar la desaparición de una guerrilla terrorista, pero si la mayoría cingalesa no aprovecha el momento para devolver a los tamiles el control democrático de sus propias vidas, estará plantando las semillas de una nueva rebelión.
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