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Columna
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La resaca del debate

Fernando Vallespín

¿Qué ha quedado en la opinión pública del debate sobre el estado de la nación? Probablemente poco. Que lo ha vuelto a ganar Zapatero tras el ya clásico enfrentamiento bronco con Rajoy; las medidas pergeñadas por el Gobierno para rehabilitar el consumo y, en general, para abordar la crisis económica, -aunque ahora dependen en su mayoría de la cooperación de las comunidades autónomas-; y poco más. Para los más atentos, quizá también algunas de las interioridades de las negociaciones entre los partidos para concretar las diferentes propuestas de resolución. Para la gran mayoría quedan sólo dos datos básicos: las ayudas para comprar automóviles y las futuras exenciones fiscales para la compra de vivienda. Punto. Del mismo modo que el año anterior sólo permaneció en la retina del ciudadano medio el bono de los 2.500 euros por niño nacido.

En cierto sentido, el famoso repaso anual al estado de la nación es una extravagancia

Si contrastamos esos resultados con el gran coste que supone en términos de tiempo, atención y medios dedicados por parte de las fuerzas políticas para dotarlo de contenido, es fácil preguntarse si no merece la pena reconvertirlo en algo distinto. Hay que pensar que, en principio, el debate puede dar lugar a una discusión sobre todos los temas de la agenda política del momento, y eso exige movilizar una ingente cantidad de información que debe ser accesible a los actores protagonistas del mismo. Imagínense la actividad frenética durante estas últimas semanas de asesores y expertos que forman parte del back stage del Gobierno y los partidos; la búsqueda desesperada de ideas y estrategias; en general, el desgaste para un Parlamento y una clase política ya de por sí sobrecargada.

Por parte de los defensores de esta institución se dirá que permite medir el pulso del liderazgo del presidente del Gobierno y del líder de la oposición. Pero para eso no hace falta instrumentalizar un debate sobre el todo. Ambos se enfrentan ya todas las semanas en esa misma sede, como mínimo durante el habitual procedimiento de control parlamentario del Gobierno. Y nada de lo allí aprobado o discutido es ajeno o incompatible en general con cualquier otro trámite parlamentario habitual. El Gobierno está siempre presente en las Cortes de la misma forma que éstas nunca dejan de estar colgadas a la chepa de aquél.

En cierto sentido, el famoso debate sobre el estado de la nación es una extravagancia en un sistema parlamentario como el nuestro. Como es sabido, fue importado de Estados Unidos en tiempos de Felipe González. Pero recordemos que el sistema político de ese país, presidencialista, se caracteriza por tener un sistema rígido de división de poderes en el que el Ejecutivo lleva una vida casi totalmente separada del Legislativo. Los miembros del Gobierno no forman parte del Congreso, y ninguna de las dos Cámaras que lo componen apenas pueden interferir en la acción política de aquél ni derribarlo mediante una moción de censura. El Ejecutivo, por su parte, no puede disolver las Cámaras. Bajo estas condiciones, establecer un mecanismo de comunicación anual entre estos dos poderes del Estado, un debate sobre el estado de la nación, tiene todo su sentido. Permite que las líneas generales de la política del Gobierno estadounidense, generalmente las más programáticas, puedan debatirse por los legisladores y tengan un gran efecto amplificador sobre la opinión pública.

Con todo esto, no estoy proponiendo que deba ser eliminado entre nosotros. Creo que se debería mantener en sus grandes líneas, pero atendiendo a otros criterios. Lo ideal sería borrar su carácter de debate de política general y concentrarlo sobre un tema central, el que más preocupe en cada momento. De hecho, es lo que se viene haciendo de forma más o menos implícita -este año tocaba la crisis económica-. Imaginemos que las diferentes fuerzas políticas pudieran ponerse de acuerdo sobre una fecha y un tema específico de gran relevancia para "la nación" -el modelo de crecimiento económico, la inmigración, la crisis económica, el modelo territorial del Estado y su financiación, la educación- y escenificaran un debate sobre el mismo. Es obvio que debería mantener toda su pompa e introducir cambios en el procedimiento para favorecer la deliberación y permitir una mayor interacción entre los representantes de los distintos partidos. Si los presupuestos de la democracia deliberativa funcionan, el resultado sería tremendamente clarificador para los ciudadanos, sacaría a los políticos de su ensimismamiento partidario y generaría una magnífica caja de resonancia pública. Lejos de acentuar el divorcio entre clase política y ciudadanía, a ésta le permitiría apreciar el pluralismo de perspectivas y propuestas, y seguramente la reconciliaría con una institución que sigue siendo central para el sistema democrático.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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