Carabineros y pájaros
Caminábamos el jueves junto a la playa entre una bruma espesa rodeados por los fantasmas de contrabandistas y carabineros. Parecía una escena de El señor de Ballantrae. Dimos con una joven sentada en la arena. Se llamaba Soraya y estaba allí para informar a los visitantes de la zona ornitológica del delta del Llobregat; nos advirtió de que no nos adentráramos en las dunas, donde nidifica el chorlitejo patinegro. Le dije que me parecía haber visto una nutria en el canal; se mostró amablemente escéptica: sería una tortuga.
Lluís Domènech me había llevado para que contemplara su respetuosa intervención en dos de los viejos edificios de la playa de El Prat: el cuartel de carabineros y la torre de señales. Nos adentramos en el primero inmersos en nuestros respectivos sueños. En esa mañana tan escocesa, el arquitecto hablaba apasionadamente de Stevenson, tesoros, islas y pistolas; a mí aquellos galpones en ruinas tan insólita como románticamente conservados me sugerían la heroica defensa del 24º regimiento de a pie en Rorke's Drift ante las hordas zulúes de Dabulamanzi kaMapande. Me agaché ante el vano de una ventana presto a devolver el fuego pero al otro lado sólo había cañas mecidas por el viento. En las habitaciones sin techo crecían pitas y grandes higueras. Avanzamos en aquel paraje onírico envueltos en un halo de aventura vagamente melancólico. Desde la prohibida orilla llegaban los chillidos de las gaviotas como lamentos de náufragos. Aquí se vivía una existencia dura y solitaria. Había paludismo. No había casi nada más: el cielo, la playa y el mar. El paisaje inhóspito marcaba el alma con el salvajismo de un latigazo. La sensación persiste.
Seguimos caminando hacia la torre de señales, entre la espartina y los pantanos. Dos tipos con cámaras habían traspasado los límites: ¡válgame Dios, el chorlitejo, sus huevos! Domènech y su equipo han rodeado la antigua torre, un edificio palladiano, de una larga y sinuosa pasarela de madera. Ascendemos por ella. En la altura, sobre las amplias vistas difuminadas uno se impregna de una lánguida sensación de irrealidad. Intercambiamos lecturas, viajes, experiencias. Y en este día maravilloso y extraño, para asombro de las aves, nos aprestamos a defender la posición codo con codo, hasta el último hombre.
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