Beethoven de carne y hueso
Sin caer en la vulgaridad, el escándalo o la radicalidad, el director de escena alemán Jürgen Flimm (Giessen, 1941) firma una lectura moderna de Fidelio que cumple con eficacia sus objetivos: acercar un clásico lírico a la sensibilidad contemporánea y hacerlo con eficacia narrativa. Funciona bien su montaje, estrenado en el Metropolitan Opera House de Nueva York en el año 2000, que llega al Teatro del Liceo de Barcelona con ligeros retoques. Sitúa la acción en nuestros días, en una cárcel más próxima a Guantánamo que a la Revolución francesa, en cuyos ideales encontró Beethoven los cimientos para edificar su única ópera.
Beethoven nos habla de su idea del amor, de la entrega heroica, de la lucha contra la tiranía y la búsqueda de la justicia. Flimm incide más en la humanidad de los personajes que en su dimensión heroica. La dirección de actores subraya los sentimientos; la gestualidad respira realidad y cotidianidad. Es un Beethoven de carne y hueso que nos cuenta las peripecias que corre Leonora, disfrazada de hombre y con el nombre de Fidelio, para liberar a su marido, Florestán, encarcelado por motivos políticos. Salvo algunas situaciones de torpe ingenuidad -los presos se topan con la joven y atractiva Marzellina y se comportan como angelitos, algo poco creíble en un penal cargado de testosterona-, el espectáculo engancha al espectador, pero, de forma inexplicable, pierde fuelle en el segundo acto y encadena desaciertos -ese abrazo entre Leonora y Florestán retrasado hasta el absurdo- para desembocar en una jornada de celdas abiertas como delirante happy end.
Sebastian Weigle, que conoce y dirige la obra de forma admirable, aligera la plantilla orquestal en busca de más transparencia sonora, claridad y espíritu camerístico. El planteamiento, como ya han demostrado directores como Ferenc Fricsay, Nikolaus Harnoncourt y Gardiner, es bueno y fiel a Beethoven, pero en un teatro demasiado grande como el Liceo la cuerda, ya de por sí anémica, pierde relieve pasadas las primeras filas del patio de butacas. Eso sí, se escucharon detalles de gran finura en las maderas.
La soprano Karita Mattila, una Leonora de muchos quilates, dota al personaje de una grandeza humana, un lirismo y un ímpetu dramático arrolladores. Lástima que en el papel de Florestán, de inclemente tesitura vocal, el tenor Clifton Forbis se hunda estrepitosamente. Por muy sordo que estuviera Beethoven, Florestán se debe cantar, no gritar. En la piel de Don Pizarro, un malvado de manual, cumple con eficacia el barítono Terje Stensvold, pero quien mejor se desenvuelve vocalmente es el bajo Stephen Milling, un Rocco contenido y bien cantado. La soprano Elena de la Merced (Marzelline) y el tenor (Jacquino) cumplen sus cometidos con una correcta línea, pero andan escasos de volumen. Bien el Coro del Liceo, aunque su rendimiento escénico fue de lo más convencional
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