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Columna
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Cosa de citas

De vez en cuando se abandona uno a la perezosa curiosidad de releer viejos papeles, anotaciones cuya oportunidad o sentido ha perdido vigencia, pero que concitan cierta conformidad. Algunas son frases ingeniosas de personajes conocidos; otras, fugaces consideraciones cuyo contexto hemos extraviado; otras, meras tonterías que surgen, precisamente a lo largo de puentes laborales largos, como el de San Isidro pasado.

Sospecho que algunos de los lectores ignoran quiénes fueron Isidro, María de la Cabeza e Iván de Vargas, el señorito de ambos, pero su vida y milagros -para eso eran santos- alcanzaron la inmortalidad en forma de rosquillas y romerías inocentes. Son cuestiones paradójicas que el escritor Jean Moreás consideraba el nombre que los imbéciles dan a la verdad, sin ánimo de molestar a los imbéciles, cuyo número es equiparable al de las arenas del mar. De ellos decía el agudo Wolinsky, refiriéndose al paraíso como el lugar lleno de imbéciles que creen en su existencia. No resulta apetecible el que nos describe Dante Alighieri y lo mejora el gran dramaturgo y promotor ciclista, Tristan Bernard, comentando que suponía agradable aquel ultraparaje por el clima benigno, pero que prefería el infierno donde estaba seguro de encontrar a muchos viejos conocidos.

Para Wolinsky, el Edén era un lugar lleno de imbéciles que creen en su existencia
Proust decía con cierta melancolía que quizás los auténticos paraísos son los que perdemos

Y quien, como el alacre Alphonse Allais, imaginaba al paraíso como la terraza de un café de donde nunca tendría que marcharse. Nada extraño en aquellos y posteriores años, entre los siglos XIX y XX, cuando la vida intelectual, comercial, bohemia y de sociedad burguesa solía hacerse en esos establecimientos, tanto en las grandes capitales como en los pueblos con algunas pretensiones. Parece que el tema preocupó a los cabeza de huevo parisinos, al decir Marcel Proust, con cierta melancolía, que quizás los auténticos paraísos son los que perdemos.

Encontré una curiosa referencia que sigue vigente en el mundo circulatorio. No recuerdo quien la pronunció, pero es válida como observación sociológica. Vino a decir que para conducir un automóvil por una gran metrópoli, e incluso una ciudad pequeña, cuenta más que la pericia y la prudencia la cuestión del vocabulario. Se entiende en lo referente a las imprecaciones, insultos y calificaciones hacia el prójimo que maneja otros vehículos o, simplemente, comete la imprudencia de ser un peatón a la deriva.

Ignoro si entrarán en vigor los planes de ayudar al contribuyente con 2.000 euros en la compra de un coche nuevo, previa entrega del antiguo si éste tiene más de 10 años de uso. Me parece que para ser un socorro de emergencia en tiempos de crisis hay demasiados condicionantes, pues siendo un instrumento de trabajo tan indispensable en todos los niveles, como el televisor, el teléfono móvil o el piso hipotecado, ese par de millares de euros no van a incrementar las adquisiciones y ayudar al sector, porque sólo influirán en el ánimo de quien ya tenía decidida su compra y la aplaza esperando el ahorro suplementario.

Creo que, restringido el uso por el capítulo del combustible, apenas florecerá el ámbito de los talleres de reparaciones y el de la compraventa de los usados, pues quien tenga que deshacerse del suyo lo hará, en caso de avería de imposible o costosa reparación. Sin motivo justificado, creemos que acceder al auto de ocasión será siempre mejor que conservar el viejo, defraudando el refrán de que es mejor lo malo conocido, que lo bueno por conocer. Se ha definido a algún político prometedor -el que promete- como la persona a la que no compraríamos una moto de segunda mano, sin perder de vista el tema, aún agazapado, de los seguros obligatorios que, con el menor pretexto, coincidirán en subir las primas. En todo esto sólo cabe citar como favorecidos a los talleres que aseguran remediar cualquier avería. Esa actividad tiene un futuro inmediato prometedor.

Han sido propuestas, casi desesperadas, para entretener al fantasma de la crisis, instalada entre nosotros casi con presencia física. El Gobierno, como todos los Gobiernos, en casos de apuro, apela al sentimiento de solidaridad general, a eso tan poco comprometido de "arrimar el hombro", que viene a ser como lo que es posible que haga algún costalero de los que llevan los "pasos" en Semana Santa: arrima el hombro, pero unos milímetros por debajo de las varas. Todo para sujetar el muñeco tambaleante. Ahí terminamos con la última cita del ilustre y retorcido Talleyrand que deducía que un Gobierno al que hay que sostener es un Gobierno que se cae. O lo parece.

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