La envenenada herencia de Bush
Pelosi, tercera figura en el orden jerárquico de EE UU, en el centro del huracán por sus contradicciones sobre lo que sabía de las torturas en Guantánamo
Barack Obama ha expresado desde el primer día su deseo de gobernar mirando hacia adelante y no hacia el pasado. Ni el revanchismo político se premia en este país ni Obama necesita denostar a su antecesor para dar sentido a una gestión que se justifica por su propia e intensa agenda. Pese a eso, cerrar el libro de la guerra de George Bush contra el terrorismo puede ser más difícil de lo que el actual presidente quisiera.
Los frentes militares abiertos en Irak y Afganistán siguen siendo una fuente de muertos, pérdidas económicas e incertidumbre. Además, los métodos ilegales utilizados con el pretexto de esa guerra global e infinita se vuelven ahora contra Obama, enrarecen el clima político y pueden llegar a obstaculizar las reformas emprendidas por la Administración.
Esta misma semana, el presidente tuvo que tragarse dos grandes sapos y rectificar compromisos suyos anteriores: prohibir las fotos sobre torturas a prisioneros y restablecer las comisiones militares en Guantánamo. Ambos casos son una prueba de la dura realidad del poder, a la que un hombre pragmático como Obama intenta adaptarse sacándole el partido posible. Pero, ante todo, esas dos decisiones traen a la memoria el desastre legado por Bush.
El ex presidente no sólo puso en marcha una estrategia que arruinó a su país económica y moralmente, sino que comprometió en esa estrategia a otras instituciones esenciales de la nación, el Congreso, las Fuerzas Armadas, la CIA, el sistema judicial, y construyó una arquitectura de legalidad paralela que ahora resulta muy difícil de desmontar, especialmente si se pretende hacerlo, como es el caso, sin dramatismo y con el menor ruido posible.
El mejor exponente de ese problema es la situación de la presidenta de la Cámara de Representantes y tercera figura de EE UU en el orden jerárquico, Nancy Pelosi. La congresista de San Francisco ha asegurado que la CIA no le había informado sobre el uso en los interrogatorios de la técnica del ahogamiento fingido. La CIA afirma que sí. Uno de los dos miente, y el país se ha embarcado en una de esas clásicas crisis sobre quién dijo qué cuándo.
Pelosi queda, por tanto, en el ojo del huracán, pero los efectos de la tormenta se extienden por todo Washington. Aún aceptando que Pelosi no fue directamente informada por la CIA, sí ha admitido que desde 2003 estaba al corriente de lo que sucedía. Como lo estaban los comités de Asuntos de Inteligencia de ambas Cámaras. Como lo estarían probablemente los respectivos líderes demócrata y republicano en el Capitolio.
¿Hicieron algo para evitarlo? ¿Se les puede, por tanto, considerar cómplices de lo ocurrido? Es difícil anticipar las respuestas políticas y legales de estas preguntas, pero es indudable que el crédito de la propia Pelosi, por su puesto, y de los demócratas en su conjunto puede resentirse por este asunto. ¡Quién sabe si el del propio presidente!
Una de las consecuencias inmediatas de esta polémica es que la autoridad de los demócratas para exigir la investigación de los responsables de la anterior Administración se ve seriamente mermada. ¿Cómo puede ahora Pelosi, que era una de las impulsoras de esa iniciativa, insistir en investigar algo que ella conocía desde hace años? ¿Por qué ha tardado tanto en pedirlo? ¿Cuántas más complicidades pueden surgir en una investigación de ese tipo?
Obama, probablemente, era consciente de todos estos riesgos cuando se opuso a exigir responsabilidades a los anteriores gobernantes. Pero lo cierto es que el peso del pasado se le hace mayor cada día, en medio de un ambiente político que también se va haciendo más pantanoso.
Obama pretende deslizarse sobre ese pantano con su sonrisa y su esbelta figura, pero no es fácil. El pantano está poblado por gente como Pelosi y sus compañeros en el Congreso, con sus propios intereses políticos que atender, y por gente como Dick Cheney, que alerta cada día a sus compatriotas sobre los enormes peligros a los que se ven expuestos desde que él se fue.
El presidente se mueve, en este sentido, en una línea muy delgada. Por un lado, no quiere, por supuesto, que se hable de Bush más que de la reforma sanitaria. Por otro, cada día le es más difícil taparse los ojos ante lo ocurrido antes de su llegada a la Casa Blanca. Sus decisiones sobre las fotos de las torturas y las comisiones militares intentan todavía mantener ese precario equilibrio.
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